domingo, enero 20, 2008

Lo único que pude escribir

Poco a poco se le fue colando la tristeza por lo poros, sin pausa. El proceso empezó el día en que le confirmaron que sus ojos se habían llenado irreversiblemente de sombras y se dio cuenta que ya no podía ser el de antes, el que hacía que la gente se asombrara ante su presencia, el que gozaba admirando la belleza femenina, el que amaba la lectura y los viajes que le regalaban bellas imágenes del mundo.

La mujer que había compartido las últimas décadas de su vida con él tampoco resistió la noticia y con una alta dosis de egoísmo decidió abandonarlo a su suerte justo cuando ya no gozaba de la salud y la bonanza económica de antaño.

Por ello, no debería ser sorpresa que un día haya decidido abrirle las puertas a la muerte, entregarse en sus manos sin oponer resistencia. Simplemente decidió dejar que su cuerpo poco a poco se fuera consumiendo por dentro y lo guardó en secreto.

Esta fue la explicación que elaboró mi mente el primer día que entre a la sala de terapia intensiva, con el corazón en la garganta, y me paré ante la cama de mi padre llena de confusión y de lágrimas.

No pude encontrarlo consciente, justo cuando necesitaba respuestas. Yacía en la cama, completamente sedado, y con el cuerpo invadido de sondas, tubos y agujas. En sus 75 años de vida, ésta era la primera vez que ingresaba a un hospital, así que el impacto que me provocó su condición fue brutal.

Cuando logré controlar los sollozos intenté hablarle, me repetía a mí misma que su inconsciente me estaba escuchando. Acaricié su cabello, le besé las manos. Abrigaba todavía la secreta esperanza de verlo despertar.

En los siguientes días, los 60 minutos que me daban para visitarlo cada tanto se me hacían una eternidad. Se me acabaron las cosas que decirle, a mí, que por años le confié todas mis dudas, preocupaciones y secretos.

Por ello me quedaba observándolo fijamente, y trataba de encontrar en aquel cuerpo enfermo la imagen del padre de mi infancia, el implacable, inflexible y muchas veces injusto, el que con sólo una mirada podía controlarme, el que me provocaba reacciones nerviosas.

Trataba también de imaginarlo como lo vi tantas veces, imponente ante la máquina de escribir, con sus dedos volando ágiles sobre el teclado y la mirada totalmente concentrada, mientras yo, cual gato escondido en un rincón, lo observaba extasiada, con la idea de que no había nada que él no pudiera resolver.

Nada surtía efecto. Ante aquel cuerpo cansado sólo podía sentir el estómago vacío y la sensación de que él no se merecía algo como aquello.

Intenté extraer recuerdos de la adolescencia, los más difíciles. Me vi a mí misma enfrentándolo, rebelándome ante su dominio, reclamándole por su actitud hacia mi mamá, por el divorcio, por su opinión negativa hacia la mujer. Eran batallas en busca de mi propia identidad que muchas veces dejaron heridas dolorosas que sanaron al paso de los años y terapia de por medio.

Deseché de inmediato estos recuerdos y entonces empecé a buscar en los más recientes, mis favoritos, los que corresponden a la etapa en que mi papá y yo nos reencontramos y nos entendimos. Traté de imaginar la mirada enternecida que me regaló en mi boda, en mi graduación, en el nacimiento de cada uno de mis hijos. También busqué recuperar el recuerdo de su voz intentando calmar mi angustia cuando me robaron, cuando me citaron en el Ministerio Público, cuando me dijeron que tenía una arritmia cardiaca.

Quería que despertara y me tranquilizara otra vez, que me dijera que esto no estaba pasando, que era una pesadilla. Deseaba con el alma sentirme como aquel día, en mis primeros años, cuando después de salir asustada y llorosa de la casa de terror de una feria, mi papá se subió en la rueda de la fortuna conmigo y mientras me señalaba los edificios, los carros que circulaban por la calle, la gente que paseaba, me demostraba que el miedo era algo relativo y fácil de vencer si se pensaba otra cosa. Desde entonces, una de mis actividades favoritas es subirme a la rueda de la fortuna.

¡Háblame, papa! ¡Háblame ahora que me asalta el miedo! ¡Discute conmigo! ¡Consuélame!, repetía en silencio, sin encontrar respuesta.

Una noche, de esas que pasé durante aquellos días, en las que dormía a ratitos tan sólo para despertar sobresaltada, recordé a mi padre en los últimos años, cuando la tristeza lo invadió. Pensé en la cantidad de veces que le pedí que no se diera por vencido.

No había manera. Estaba decidido a no salir del túnel de la depresión, y rechazaba la idea de hacer el proceso más fácil: Que sus hijos no lo tomaran del brazo, no quería perro guía, tampoco bastón, no cursos para ciegos y débiles visuales, nada.

Un día le dije que quizá sus ojos, cansados de ver tantas cosas bellas, paisajes marinos, aéreos y terrestres, habían decidido descansar antes de tiempo, pero que él tenía esas imágenes visuales grabadas a fuego en la memoria. La tristeza siguió intacta.

¿Qué pasaría entonces si despertara y se viera así, maltrecho, él que siempre fue fuerte e independiente?, empezó a resonar con fuerza en mi mente.

Una tarde, mientras esperaba en su casa para asistir a la visita de la noche en el hospital, creí oír sus pasos entrando por la reja. Esos pasos suyos lentos, casi arrastrados, inconfundibles. Tal vez aquello era una jugarreta de mi cerebro, pero por las dudas, decidí hablarle, y saqué de algún lado la entereza para aceptar lo que estaba sucediendo: “Papá, si vienes porque aún tienes un pendiente aquí en tu casa, vete en paz que no hay nada que tus hijos no podamos resolver”, le dije.

El último día del 2007, por la mañana, acudí a la visita en terapia intensiva, y lo noté inquieto. Trate de decirle palabras que lo serenaran pero pronto me quedé en silencio. Así lo despedí, en medio de intentos desesperados por detener el miedo, la angustia, la tristeza que me provocaba en ese momento, como siempre, la idea de su muerte.

Al día siguiente me avisaron que había partido. Ya no pude verlo, pero creí haberle dicho todo lo que necesitaba decirle en los días previos.

Hoy no sé cómo me siento, no puedo definirlo. Estoy incrédula, asustada, deprimida. Pasará, me dicen todos, y supongo que así debe ser. Pero por hoy no me pesa llorarlo, extrañarlo, pensar todo el tiempo en él. Después de todo, es uno de los pilares que me sostuvo toda la vida y merece este último tributo de la memoria de una hija que siempre lo amó e intentó ser como él.

“Papá, no tienes idea de lo que significa extrañarte. Te amaré por siempre”

jueves, enero 10, 2008

De una hija a un papá


Esta vez no es mi pluma la que escribe. Esta vez es la de mi hermana Gabriela, quien tuvo mucho más valor y sabiduría que yo para enfrentar el dolor de perder a mi padre.

Pedí su permiso para bajar este texto, y generosa como es, me lo concedió.

Decidí hacerlo porque si bien esta es la visión del padre que a ella le tocó vivir, tiene muchas coincidencias con el que viví yo. Especialmente el Papá Trueno, el Papá Sordo, el Papá León, el Papá Niño.

Es un texto bellísimo, sublime, con el que he llorado mucho, pero doy por bien derramadas cada una de mis lágrimas.

Por lo demás, quiero aprovechar para presumirles a esta hermana mía, comunicadora, maestra, quien sin saberlo ha sido una inspiración para mí en muchas ocasiones.

Yo estoy tratando de escribir un texto de lo que me pasa por el corazón en estos momentos, pero tendrán que esperarme.

Por ahora, disfruten éste que es bellísimo.




En la tarde

Gabriela del Río



8 de la mañana
En las horas de tu tiempo llegué a las 8 de la mañana, Papá Grande. Soy tan pequeña que no hay mucho que ver, tal vez indagaste en mis rasgos para encontrar algun parecido, pero eso aún es incierto. No puedo mirarte bien, mis párpados todavía están hinchados, pero mis oídos alcanzan a escuchar tu voz de trueno, ¡otra niña!

10 de la mañana
Estoy sentada frente a la mesa de un café. Mis pies cuelgan y los balanceo con insistencia; procuro estar callada para no interrumpir la conversación que Papá Sueños sostiene con Mamá. Los ojos de él vislumbran un futuro luminoso. Los ojos de ella lo miran y le creen. Los míos no se apartan de ese rostro recio, de esos ojos intensos, anhelando que se vuelvan hacia mí. "Mírame, mírame" pienso con firmeza pero mi conjuro no surte efecto. En el adiós apresurado, Papá Sueños apenas me regala un sonrisa divertida y una breve caricia en la frente.

10:30 de la mañana
El cuerpo de Mamá me protege del cinturón que amenaza con golpearme. Frente a nosotras se alzan las figuras de mi hermana de piel blanca, de mi Abuela Nomegustanlosmorenos y de Papá Sordo. El miedo mantiene fuertemente cerrados mis labios, pero mi interior grita. "¡Háblame, pregúntame, escúchame, Papá Sordo. Mírame, mírame!".

11 de la mañana
Voy en el asiento trasero del coche. Muy quieta, intento no hablar, no moverme, no molestar para no despertar la ira de Papá León. Me bastaría con que en un alto volteara hacia atrás y me mirara a los ojos.

12:30 de la tarde
La única Nochebuena que recordaré en su compañía es ésta. Mi hernana Muy Blanca tiene novio. Hay que confesarlo y hacer las presentaciones. Empieza el ruido, las preguntas, los reclamos. Después, el ruido se convierte en estruendo. Papá Trueno grita, vocifera, manotea, amenaza. Mamá explica, concilia, suplica, pero los gritos continúan hasta que cae, implacable, la voz de Mamá que, a veces, tambiés es Trueno. La calle recibe al hombre furioso y yo me quedo tras la puerta cerrada. Hoy tampoco me miró.

1,2,3, 4 de la tarde
Leo con pasión, rompo reglas y ventanas, tomo café, protesto con rabia, beso a algunos, me amigo con algunas, grito en las calles, canto a Serrat, trabajo con miedo, conozco el amor, renuncio y respiro... pienso en ti.

5 de la tarde
Miro, incrédula, a este bebé durmiendo con la paz que nunca antes había conocido. Su rostro de manzana me habla del amor más dulce, del calor más tierno. Vuelvo a creer en Dios. Papá Asustado tardó mucho en conmoverse con esta ternura de talco y aceite. Ahora menos que nunca le pediría que me mirase. ¿Algún día comprenderá que la vejez es el precio de estar vivo?

6:50 de la tarde
Hoy más que nunca necesito que me mires. Mamá Paloma se fue. Papá Turbado está en deuda con ella y sus ojos van del féretro a la pregunta, de la pregunta al respeto, del respeto al adiós. La Paloma ha dejado tras de sí un camino sembrado de risas para que siempre la recordemos.

7 de la noche
Mis brazos vuelven a ser cuna. "La paloma canta en el olivo, cállate palomita que duerma mi niño..." A pesar del arrorró mi niño no cierra sus ojos, me mira atentamente y entonces juro por Dios que siempre miraré a los ojos de mis Hijos Viento, de mis Hijos Cielo, de mis HIjos Sol.

9:30 de la noche
Estoy parada en un tunel oscuro y frío. Tengo mucho miedo. Mírame, por favor, mírame, que mi Esposo Lobo, fiel y solitario, se fue sin decir adiós. No entiendo lo que pasa ni por qué. Un viento helado, que trae consigo sangre y soledad, me golpea de frente. Muchas voces, manos, brazos me consuelan. La voz de Papa Ternura también lo hace, pero hoy tampoco me miró a los ojos.

11:20 de la noche
Entro al bosque de altos árboles, busco el lugar más apartado. Cuando lo encuentro, caigo de rodillas y comienzo a llorar; primero las lágrimas duelen, laceran, pero poco a poco, del centro de mi cuerpo sube la ira guardada en tantas horas de este tu día. Mi voz se convierte en el grito del odio y el rencor.
¡Muere, muere! Golpeo con la fuerza del dolor y arranco la tierra con mis manos para cavar la tumba en donde quepa bien el hombre que estoy matando. Quiero que sea muy profunda y así la hago, en ella entierro de una vez y para siempre a Papá León, a Papá Trueno, a Papá Sordo. Pasan minutos y minutos y el llanto sigue. Es necesario un río de lágrimas para limpiar los despojos del rencor que la tierra y el lodo han removido...
Limpia y curada vuelvo sobre mis pasos y dejo tras de mí, en el olvido, una tumba. Aunque tú no lo sabes, voy a tu encuentro... Papá Bueno.

23:40 de la noche
Los pies cansados se arrastran muy despacio. Pone su mano sobre mi hombro y me convierto en lazarillo. Papá Niño se deja guiar. Sonrientes, nos sentamos frente a la mesa de un café. Miro sus ojos apagados, sus ojos sin luz y entonces me doy cuenta de lo que sucede: por fin, por primera vez, detrás de ese velo de sombras ¡me está mirando! Me mira una y otra vez, pregunta y escucha, escucha y calla... y me mira, me mira, me mira por largos segundos, por gloriosos minutos. Benditos los ojos que, sin ver, hoy me miran mejor que nunca.

23:58 de la noche
No te vayas, no me dejes ahora que nos hemos mirado.

23:59 de la noche
Perdóname. Atraviesa por fin la noche, que del otro lado encontrarás al sol.

24 horas
Gracias, Papá Luz.
Adiós, Papá Niño.
Hasta que nos volvamos a reunir frenta al calor de una taza de café, Papá Poeta.

viernes, enero 04, 2008

In Memoriam/Gabriel del Río Ortiz

Partió hacia el infinito el pasado 1 de enero de 2008 al punto del mediodía en Querétaro. Había nacido un 23 de marzo de 1932 en la Ciudad de México.

Pero decir eso no es más que relatar el principio y el final de Gabriel del Río Ortiz.

Le tocó nacer de una madre descendiente de una familia aristocrática venida a menos y un padre que cuando conformó la familia Del Río Ortiz ya venía de perder a dos esposas y a los hijos que tuvo con ellas en las garras de la muerte.

Ese aire entre triste, altivo y bañado de cultura le dio una personalidad peculiar a la familia que se ha ido transmitiendo de generación en generación.

De ahí que don Gabriel fue un bohemio, amante de la buena música: tango, bolero, melodías con aires tropicales, jazz, clásico. Había tomado clases de piano en la infancia a instancias de su hermano mayor Eduardo, violinista virtuoso y quien falleciera en el mar siendo aún muy joven. También le rascaba a la guitarra con mucho sabor para acompañar boleros y melodías de invención propia.

Estudió actuación y de su trabajo en ese sentido su obra más memorable fue Pueblito, película de 1962, dirigida por Emilio Indio Fernández, en la que compartió créditos con Fernando Soler, María Elena Marquez y Lilia Prado, entre otros.

Ese mismo camino convirtió a don Gabriel en declamador y uno de los mejores intérpretes de la obra de Rubén Darío, Pablo Neruda, Amado Nervo, Gustavo Adolfo Bécquer, Ramón López Velarde y Federico García Lorca, entre otros.

Su voz de trueno, su personalidad arrasadora y esas armas actorales de utilizaba como herramienta al servicio de la poesía lo hicieron llenar teatros y recibir aplausos de pie en más de una ocasión.

Sin embargo, la actuación pagaba poco y era un medio difícil de sortear para un carácter activo y belicoso como el de don Gabriel. Además, como el eterno enamorado que fue, muy joven ya se había convertido en esposo de doña Sara Luz Arrieta, con quien tuvo cuatro hijos: Gabriel, Isis, Guadalupe y Gabriela, de los cuales fallecieron los dos primeros siendo aún bebés.

Por ello, decidió dirigirse al mundo del periodismo, para aprovechar esa capacidad narrativa y gusto por las letras que le había sido heredada por línea materna.

En esta rama tuvo grandes logros, fue reportero de los de antes, de los que aprenden el oficio a punta de regaños y teclazos. También fue jefe de información y director de medios como el Diario de Jalapa. Su paso periodístico dejó huella en publicaciones diarias como Novedades, El Universal, Rotativo, El Zócalo y revistas como Impacto y Quehacer político, donde se desarrolló como un columnista belicoso y de izquierda.

Porque sí, antes que nada don Gabriel fue un hombre de izquierda, siempre preocupado por la injusticia del mundo, por los pobres, por la arrasadora y ruin actitud de los ricos.

De hecho, en su juventud viajó a Cuba y se instaló allá dos años, justo cuando se desarrollaba la Revolución de la isla. Incluso supo de cerca lo que era la represión.

Su vena de enamorado lo llevó a contraer un segundo matrimonio tras su regreso de La Habana, esta vez con doña Carolina Sánchez, con quien procreó tres hijos: Igor, Boris Gabriel y Brisa.

Y luego un tercero, con doña Taydé Ortega, con quien trajo al mundo a Taydé Cecilia, Juan Gabriel y Américo.

No se puede decir que como padre hizo el intento de convertirse en ocho personas para estar con todos. Sin embargo, a cada uno le legó lo mejor de él y su personalidad tan fuerte dejó huella en sus vástagos.

A finales de los años setenta. Don Gabriel vivió otra de esas historias pobladas de cosas extrañas que lo persiguieron en su vida. Era ya un periodista influyente y se acercaron a él unos personajes que le solicitaron les ayudara a conseguir un par de licencias para montar una discoteca.

Don Gabriel accedió pero solicitó a cambio convertirse en socio del lugar. Fue hasta que la discoteca abrió que se dio cuenta que se trataba de un antro gay. No era que don Gabriel fuera homofóbico, pero había asuntos que no empataban con sus valores y éste era uno de ellos.

Fue así que decidió abandonar el negocio, pidió que le dieran el dinero que le correspondía como socio y con él abrió un lugar como el que siempre había soñado: Una cafetería donde se podía escuchar música y compartir las inquietudes literarias, al tiempo que se tomaba un sabroso café y se fumaba un cigarro, tal como a él le gustaba. El nombre: La Peña de Gabriel del Río.

El lugar permaneció por más de una década abierto. Por su pequeño escenario desfilaron nombres escritos con letras de oro en el medio artístico nacional como Las Tres Conchitas, el Che Reyes, Paco Miller, Fernando Fernández y el bandoneonista Domingo Scapola, entre otros. Se le rindió homenaje al director Emilio Indio Fernández y al boxeador mexicano Julio César Chávez y hubo bohemia para dar y prestar.

Además, fue en ese lugar donde don Gabriel compartió su obra, la de su lado poeta, por el cual publicó libros como La Rebelión de las Flores, con poesía de corte combativo; Universo Cautivo, con haikais, y Desde la Azul Entraña, con temas mexicanistas. Era, como lo anunciaban los letreros para invitar a la gente a la presentación de uno de sus libros: El Poeta del Pueblo.

Claro ejemplo de ello es una de las estrofas de su poema El Rebozo, considerado por muchos una de sus obras mejor logradas: “Para ese rebozo amigo es el cincel de mis versos/ porque lleva entre sus pliegues carnes morenas del pueblo/ y trenzas bien apretadas de negro y frondoso pelo/. Porque es un paño de lágrimas y cruz en el cementerio/ porque en medio de las balas, sube a la sierra sin miedo/ Rayo de luz en la noche, virginal azul de incienso”.

Gabriel del Río Ortiz tenía además dos libros de ensayo: La Guadalupana es española y México, país de traiciones.

Es en esta obra donde radica la inmortalidad de don Gabriel. En esa y en sus ocho hijos, cada uno de los cuales lo honra a su manera, en su trabajo cotidiano, en su ideología, en su labor como padre o como madre de familia.

Yo, soy su hija, Taydé Cecilia, o la negrita, como me decía él. A mi me legó su amor por las letras, por la enseñanza, por la poesía y el arte en general.

Yo lo honro con mi trabajo periodístico, una ideología muy similar a la suya y con un espíritu belicoso que es parte de su herencia.

Pero su personalidad también está en Lupita, su hija médico y combativa como la que más; en Gabriela, también periodista, con su voz gloriosa, su capacidad de enseñar y su inteligencia privilegiada; en Igor, y su gusto por el buen vivir; en Boris y su amor por la declamación; en Brisa y su actitud espontánea; en Gabriel y su virtuosismo en la música; en Américo y su trabajo actoral.

Y yo, al igual que mis hermanos, no permitiré que su legado se pierda en la indiferencia de un país y de un sistema que sólo es capaz de alabar a los creadores que se bajan los pantalones ante el gobierno e ignora aquellos a quienes asiste la luz de la verdad.

¡Don Gabriel, papito lindo, seguiremos en la lucha y hasta la victoria siempre!