Poco a poco se le fue colando la tristeza por lo poros, sin pausa. El proceso empezó el día en que le confirmaron que sus ojos se habían llenado irreversiblemente de sombras y se dio cuenta que ya no podía ser el de antes, el que hacía que la gente se asombrara ante su presencia, el que gozaba admirando la belleza femenina, el que amaba la lectura y los viajes que le regalaban bellas imágenes del mundo.
La mujer que había compartido las últimas décadas de su vida con él tampoco resistió la noticia y con una alta dosis de egoísmo decidió abandonarlo a su suerte justo cuando ya no gozaba de la salud y la bonanza económica de antaño.
Por ello, no debería ser sorpresa que un día haya decidido abrirle las puertas a la muerte, entregarse en sus manos sin oponer resistencia. Simplemente decidió dejar que su cuerpo poco a poco se fuera consumiendo por dentro y lo guardó en secreto.
Esta fue la explicación que elaboró mi mente el primer día que entre a la sala de terapia intensiva, con el corazón en la garganta, y me paré ante la cama de mi padre llena de confusión y de lágrimas.
No pude encontrarlo consciente, justo cuando necesitaba respuestas. Yacía en la cama, completamente sedado, y con el cuerpo invadido de sondas, tubos y agujas. En sus 75 años de vida, ésta era la primera vez que ingresaba a un hospital, así que el impacto que me provocó su condición fue brutal.
Cuando logré controlar los sollozos intenté hablarle, me repetía a mí misma que su inconsciente me estaba escuchando. Acaricié su cabello, le besé las manos. Abrigaba todavía la secreta esperanza de verlo despertar.
En los siguientes días, los 60 minutos que me daban para visitarlo cada tanto se me hacían una eternidad. Se me acabaron las cosas que decirle, a mí, que por años le confié todas mis dudas, preocupaciones y secretos.
Por ello me quedaba observándolo fijamente, y trataba de encontrar en aquel cuerpo enfermo la imagen del padre de mi infancia, el implacable, inflexible y muchas veces injusto, el que con sólo una mirada podía controlarme, el que me provocaba reacciones nerviosas.
Trataba también de imaginarlo como lo vi tantas veces, imponente ante la máquina de escribir, con sus dedos volando ágiles sobre el teclado y la mirada totalmente concentrada, mientras yo, cual gato escondido en un rincón, lo observaba extasiada, con la idea de que no había nada que él no pudiera resolver.
Nada surtía efecto. Ante aquel cuerpo cansado sólo podía sentir el estómago vacío y la sensación de que él no se merecía algo como aquello.
Intenté extraer recuerdos de la adolescencia, los más difíciles. Me vi a mí misma enfrentándolo, rebelándome ante su dominio, reclamándole por su actitud hacia mi mamá, por el divorcio, por su opinión negativa hacia la mujer. Eran batallas en busca de mi propia identidad que muchas veces dejaron heridas dolorosas que sanaron al paso de los años y terapia de por medio.
Deseché de inmediato estos recuerdos y entonces empecé a buscar en los más recientes, mis favoritos, los que corresponden a la etapa en que mi papá y yo nos reencontramos y nos entendimos. Traté de imaginar la mirada enternecida que me regaló en mi boda, en mi graduación, en el nacimiento de cada uno de mis hijos. También busqué recuperar el recuerdo de su voz intentando calmar mi angustia cuando me robaron, cuando me citaron en el Ministerio Público, cuando me dijeron que tenía una arritmia cardiaca.
Quería que despertara y me tranquilizara otra vez, que me dijera que esto no estaba pasando, que era una pesadilla. Deseaba con el alma sentirme como aquel día, en mis primeros años, cuando después de salir asustada y llorosa de la casa de terror de una feria, mi papá se subió en la rueda de la fortuna conmigo y mientras me señalaba los edificios, los carros que circulaban por la calle, la gente que paseaba, me demostraba que el miedo era algo relativo y fácil de vencer si se pensaba otra cosa. Desde entonces, una de mis actividades favoritas es subirme a la rueda de la fortuna.
¡Háblame, papa! ¡Háblame ahora que me asalta el miedo! ¡Discute conmigo! ¡Consuélame!, repetía en silencio, sin encontrar respuesta.
Una noche, de esas que pasé durante aquellos días, en las que dormía a ratitos tan sólo para despertar sobresaltada, recordé a mi padre en los últimos años, cuando la tristeza lo invadió. Pensé en la cantidad de veces que le pedí que no se diera por vencido.
No había manera. Estaba decidido a no salir del túnel de la depresión, y rechazaba la idea de hacer el proceso más fácil: Que sus hijos no lo tomaran del brazo, no quería perro guía, tampoco bastón, no cursos para ciegos y débiles visuales, nada.
Un día le dije que quizá sus ojos, cansados de ver tantas cosas bellas, paisajes marinos, aéreos y terrestres, habían decidido descansar antes de tiempo, pero que él tenía esas imágenes visuales grabadas a fuego en la memoria. La tristeza siguió intacta.
¿Qué pasaría entonces si despertara y se viera así, maltrecho, él que siempre fue fuerte e independiente?, empezó a resonar con fuerza en mi mente.
Una tarde, mientras esperaba en su casa para asistir a la visita de la noche en el hospital, creí oír sus pasos entrando por la reja. Esos pasos suyos lentos, casi arrastrados, inconfundibles. Tal vez aquello era una jugarreta de mi cerebro, pero por las dudas, decidí hablarle, y saqué de algún lado la entereza para aceptar lo que estaba sucediendo: “Papá, si vienes porque aún tienes un pendiente aquí en tu casa, vete en paz que no hay nada que tus hijos no podamos resolver”, le dije.
El último día del 2007, por la mañana, acudí a la visita en terapia intensiva, y lo noté inquieto. Trate de decirle palabras que lo serenaran pero pronto me quedé en silencio. Así lo despedí, en medio de intentos desesperados por detener el miedo, la angustia, la tristeza que me provocaba en ese momento, como siempre, la idea de su muerte.
Al día siguiente me avisaron que había partido. Ya no pude verlo, pero creí haberle dicho todo lo que necesitaba decirle en los días previos.
Hoy no sé cómo me siento, no puedo definirlo. Estoy incrédula, asustada, deprimida. Pasará, me dicen todos, y supongo que así debe ser. Pero por hoy no me pesa llorarlo, extrañarlo, pensar todo el tiempo en él. Después de todo, es uno de los pilares que me sostuvo toda la vida y merece este último tributo de la memoria de una hija que siempre lo amó e intentó ser como él.
“Papá, no tienes idea de lo que significa extrañarte. Te amaré por siempre”