martes, diciembre 30, 2008

Adiós, 2008; Bienvenido, 2009

El 2 de enero de 2008, mientras despedíamos a mi papá en la mañana más fría que he padecido en toda mi vida, el sacerdote que ofició una misa en su memoria dijo una frase que me ha acompañado todo este ciclo de 365 días que estamos por concluir: “El año empezó bien, porque el 1 de enero se abrieron las puertas del cielo para don Gabriel del Río”.
Lo cierto es que este fue un año de duelo. Un año en que muchas veces sentí que caminaba cuesta arriba, cargando el inmenso peso de la tristeza y las profundas reflexiones sobre la vida que tuve que hacer.
Pero entonces, cuando la tristeza amenazaba con un hundirme en un pozo oscuro, recordaba aquella vez, cuando niña, que me levanté llorando a gritos después de soñar que mi papá era un rebelde de la Revolución Mexicana, con cananas y sombrero, al que asesinaban de un disparo.
El sueño me había provocado tal nivel de angustia que apenas desperté corrí a sus brazos, llorosa, y le conté la pesadilla que había tenido.
Contrario a lo que pensaba que iba a suceder, mi papá no se unió a mi angustia . Me dijo, simplemente, “ya no sueñes esas cosas” y cerró el tema.
Porque sí, a mi papá no le gustaban las tristezas gratuitas, los duelos prolongados ni que la gente perdiera la oportunidad de vivir pensando en la ausencia de sus seres queridos.
Era enemigo de visitar los panteones, y siempre que hablaba de sus padres y su hermano, que se le adelantaron en el camino, lo hacía con la alegría de lo que pudo vivir a su lado y no con el pesar de ya no tenerlos.
Por eso, en su memoria, traté de hacer de este año un espacio para crecer.
Bajé de peso, probé otras áreas de trabajo, recuperé amigos, celebré todo lo que había que celebrar y aproveché para valorar cada uno de los seres maravillosos que me acompañan en la vida.
Tuve que asumir que la guía de mi papá ya no estaba ahí, al alcance de la mano, y que desde ya muchas de las decisiones que tomaba después de consultarlo, correrían por mi cuenta.
Me di cuenta de que no siempre el que dice que es un amigo lo es, y que muchas veces el cariño, el apoyo y el reconocimiento vienen de quien menos uno se lo espera y hay que retribuirlos con creces.
Inicié, con pasos tambaleantes, mi novela, y trabajé para mejorar como profesionista y poder tener un mejor futuro.
Amé a mi esposo más aún de lo que lo he amado siempre, porque en medio de mi crisis personal, y de la que él vivió con su familia por la salud de su padre, se mantuvo a mi lado firme, como un roble.
Por eso mañana, al despedir el 2008, trataré de sonreír y de enfocarme en la certeza de que la luz de mi papá me acompañará y me dará la fuerza para que este 2009 pueda cumplir propósitos como dejar de fumar y avanzar en mi novela; ser una mejor esposa y madre y querer a todos los seres maravillosos que iluminan mi vida.
Por lo pronto, hoy sé que Don Gabriel me acompaña en este deseo que haré manifiesto a todos mis amigos bloggeros y los silenciosos que se dan cita en este espacio: Que el 2009 no sea un año de crisis, sino de crecimiento y abundancia en todos los sentidos.
Una sonrisa permanente y perseverancia pueden ser la clave para ir contra los pronósticos desalentadores con que quieren infundirnos miedo.
Fantasma, Ixis, Norkita, Evan, Carlos, Angie, Poeta, Feri, Carmeliux, Dulce: Los tendré en el corazón con cada campanada… ¡Salud, amor y prosperidad para ustedes!
Papi: Como siempre, tu luz será mi guía y yo lucharé por seguir siendo un orgullo para ti.
Oli: Gracias, amor… simplemente, gracias por no dejarte caer y por protejerme en medio del vendaval.
¡Feliz Año 2009 para todos!

lunes, diciembre 22, 2008

Carta a Santa



Cuando niña, el mayor placer de la Navidad lo constituía, sin duda, la espera y posterior llegada de Santa Claus.
Y no, para mí no llegaba Papá Noel, ni San Nicolás, ni el Viejo Pascuero, ni siquiera Santa Clós (la versión castellanizada del famoso viejito de los regalos), sino, simplemente, Santa Claus… el anhelado Santa Claus.
Por eso, yo empezaba los días 24 de diciembre siempre de la misma forma, con una enorme expectativa y haciendo un sinfín de reflexiones: ¿me habré portado bien este año? ¿Hice todas las tareas que me fueron encomendadas? ¿Molesté demasiado a mi hermano? ¿Contará como punto malo el día aquel en que rompí el vaso que debía llevar a la cocina?
Como se comprenderá, no quería que Santa dejara al pie de mi árbol la piedra envuelta o el cuerno retorcido, que según mi mamá eran los regalos que el viejecillo tenía reservados para los niños que habían tenido mala conducta a lo largo del año.
Generalmente, las horas del 24 de diciembre pasaban lentas, y no ayudaba mi manía de correr cada tanto a revisar nuevamente la lista de regalos que había elaborado: “… y me traes una muñeca comiditas, y un hornito mágico, y un jueguito de té, y unos patines, y un juego de química y una máquina de escribir de juguete”.
Tampoco ayudaban, claro, mis fantasías de Santa llegando a mi árbol y dejando absolutamente todos mis caprichos e incluso algún regalo sorpresa que yo no hubiera contemplado.
Por lo tanto, para la hora de la cena, me sentía desesperada. Yo trataba de concentrarme en la celebración, pero generalmente mi mente estaba distraída haciendo cuentas de los minutos que faltaban para la llegada de Santa y con la misma duda de cada año: “¿y si no viniera? Digo, no sería ésta la primera vez. Tengo amigos a los que nunca visita y este año hemos salido demasiado de la casa, puede ser que creyera que ya no vivimos aquí. O a lo mejor perdió la dirección, con tantos niños a los que tiene que visitar. O a lo mejor cree que me porté muy mal y entonces decide que traerme un cuerno retorcido o una piedra envuelta sería demasiado para mí”.
Cuando ya estaba acostada en mi cama, la duda se convertía en una certeza: “Sí, sí, seguro que Santa no vendrá. ¡Pero cómo pude ser tan tonta de imaginar que vendría con la manera en que le contesté a mi mamá la otra vez!”.
Y de pronto, oía la voz de mi hermano, que al parecer llevaba el mismo tiempo que yo hundido en reflexiones similares.
- Oye, ¿puedes dormir?-, peguntaba
- No.
- Yo tampoco.
- ¿Crees que venga?
- Pues no sé.
- ¿Te portaste bien?
- Creo que sí ¿y tú?
- Pues creo que también.
- Aunque quién sabe que sea portarse bien para Santa ¿no?
- Siento mariposas en el estómago por los nervios.
- Yo también. ¿Me hablas cuando te despiertes?
- Sí.
Y de repente, como por arte de magia, nos quedábamos dormidos. Yo siempre pensaba que los polvos para el sueño que mi mamá decía que empleaba Santa eran realmente efectivos.
Sin embargo, el tiempo que dedicábamos a dormir esa noche no era muy prolongado, pues a eso de las cinco de la mañana ya estaba yo de pie, con la adrenalina a tope, y levantando a mi hermano que también se paraba de la cama como impulsado por un resorte.
- Cerremos los ojos-, le propuse alguna vez
- ¿Para qué?
- Ah, pues porque así será más emocionante cuando lleguemos al árbol y así podemos tratar de adivinar si estuvo aquí o no.
- Está bien.
Desde entonces, emprendíamos la marcha a ojos cerrados y con las manos hacia el frente para tratar de evitar algún obstáculo que se apareciera en el camino.
Al llegar a la sala, las luces del árbol se nos colaban por los párpados cerrados, y ambos deducíamos que aquello, de entrada, era una buena señal, porque nuestros papás no acostumbraban dejar el árbol encendido.
Ahora, había que aspirar el aroma.
- ¿A qué huele?
- A mí me huele como a plástico nuevo.
- ¿Estás seguro?
- Sí.
- Bueno, entonces abramos los ojos, una, dos, tres…
Y sí, siempre estaban ahí, no todos los juguetes, pero unos perfectamente seleccionados que nos llenaban de una emoción indescriptible y que nos hacían correr hacia la cama de mis papás para despertarlos a gritos.
Ellos, despeinados y aturdidos, hacían grandes esfuerzos por emocionarse con nosotros y poner atención a nuestras explicaciones sobre las enormes ventajas que tenían cada uno de los regalos que Santa nos había traído.
Eso, claro, hasta que suplicaban que nos fuéramos a dormir, después de concedernos el permiso de llevarnos todos nuestros nuevos juguetes a la cama.


Hace muchos años que dejé de escribir a Santa, a pesar de que lo he extrañado mucho. Me hice grande, adulta, seria y llena de obligaciones.
Sin embargo, este año decidí repetir la experiencia. Me gustaría pedir juguetes, claro, porque me siguen gustando tanto como cuando era niña, pero como hay otra larga lista de deseos que me gustarían para mí y mis seres queridos, y tampoco se trata de volver loco a Santa, decidí limitarme a hacer una cartita pequeña y significativa, segura de que él tratará de cumplirla.
Después de todo, me he portado bien este año… eso creo.

Querido Santa:
¿Cómo estás?… Creo que yo me he portado bien.
Este año, quiero pedirte como antes: amor, salud y abundancia de dinero, trabajo y éxitos para mí, mi esposo Olivier, mis hijos Andrés y Daniel, mi mamá, mis suegros, mi hermano Gabo, su esposa Gaby y sus hijos, Sealtiel y Kris; mi hermano Américo y su novia Myrna, mis cuñados Adán y Pera y sus familias, y todos mis amigos.
Si puedes, también quiero sabiduría y paciencia para encarar los retos que me ha impuesto la vida, y alegría para seguir adelante cada mañana.
Si me traes varios viajecitos en el año 2009, unos a playas y otros al extranjero, te lo voy a agradecer infinitamente.
Y no quiero pedir mucho, pero de ser posible, trae una dosis extra de felicidad para que Norkita se recupere de la pérdida que tuvo recientemente. Mucha alegría para la nueva casa de Isaura. Otra oleada de éxitos para Carlitos y Evan. Mucha paciencia, trabajo y éxitos para Carmelita. Mucha fuerza para Angie. Y una publicación con bombo y platillo para mi amigo Fantasma, que se merece eso y más.
Y ya… Gracias de verdad, Santa, por la atención que le prestes a esta carta y por las muchas, pero muchas Navidades en las que me has hecho feliz.
Con cariño
Taito

martes, diciembre 16, 2008

Fóbicos de las Mesas de Regalo Anónimos


Me dicen Taito y odio las mesas de regalo.
Cada vez que me invitan a una boda y en medio del sobre aparece, amenazante, la tarjetita de la tienda donde uno debe escoger el presente para el nuevo matrimonio, mis manos sudan, se me revuelve el estómago y empiezo a sentir un escalofrío que me recorre el espinazo.
Entiendo, por supuesto, las ventajas que una mesa de regalo tiene para los novios: pueden elegir los productos que quieren para su nuevo hogar en la tienda que les gusta, y en caso de que a última hora decidan cambiar un presente por otro pueden hacerlo sin problema.
Pero a mí siempre me sucede lo mismo. Tras recibir la invitación, corro a la computadora, abro el sitio de internet de la tienda y reviso de palmo a palmo la lista de posibles regalos que puedo hacer.
Y es entonces que empieza la pesadilla.
Debo aclarar, primero, que mi presupuesto siempre es reducido, así que por más que quiera a los novios y desee agasajarlos como se merecen, empiezo el recorrido decidida a rechazar la idea de obsequiarles un aparato de sonido de 25 mil pesos o una televisión de 10 mil.
En realidad, debo confesar que nunca he entendido bien a bien por qué se incluyen presentes de precios tan altos en estas listas, pero tengo algunas ideas:
a) La tienda obliga a los novios casi a punta de pistola a incluir regalos carísimos por si tienen entre sus amigos a algún desprendido
b) La pareja es muy fantasiosa y/o goza de un excelente sentido del humor
c) Tienen amigos millonarios para los cuales hacer regalitos así equivale a quitarle un pelo a un gato
d) La tienda y los futuros esposos son un grupo de sádicos que gozan con el dolor ajeno.
Tras desechar los regalos de precios prohibitivos, también ignoro aquellos que no me gustaría hacer, por más que el futuro matrimonio los haya elegido y que los precios sean accesibles para mi humillado bolsillo.
Digo, ¿a quién le gustaría enviar una bonita caja de regalo, con tarjetita de buenos deseos y todo, tan sólo para que al abrirla los novios se encuentren con un bote de basura, un tapete de baño o un rayador, colador o pala de cocina?
También rechazo casi todos los adornos del hogar, porque me imagino que el set de velas o el bonito florero que puedo escoger en el mejor de los casos acabarán empolvados en un rincón, o bien, rotos y en la basura.
Casi siempre, al llegar a este punto, mis opciones quedan reducidas a regalar blancos, como sábanas y toallas, electrodomésticos menores, como planchas, batidoras y secadores de pelo, y vajillas.
Y de pronto, mis ojos se topan con unas bonitas copas de vidrio importado de no sé qué país lejano y exótico, y me digo a mí misma, he aquí lo que sí me gustaría regalar: un detalle bonito, elegante, que hablará bien de mí y hará que me recuerden con cariño. El precio que aparece a un lado, además, parece ajustado a mi economía: 500 pesos (alrededor de cincuenta dólares).
Pero entonces es cuando la cosa se pone fea, porque descubro que el precio de 500 pesos es por copa, y mis amigos no son de los que pedirían sólo una o dos copas, ¡no, señor!, a ellos les gustan los convivios elegantes y con un buen número de gente, así que los angelitos deciden pedir ni más ni menos que 10 copitas, por aquello de que nadie se quede sin brindar.
Y mi marido, que siempre es mi compañero en estas torturas, me dice, sin asomo de vergüenza, ¿por qué no les regalamos unas tres copas y las demás que se las dé alguien más?
Mis ojos se abren como platos, y lanzan destellos casi fulminantes con los que lo miro y le respondo, ¿pero cómo crees? Ellos pidieron 10 y es porque quieren 10. Se vería fatal que les llegue el juego de copas por partes, y quedaríamos como unos verdaderos miserables.
Y entonces, el diálogo que sigue es más o menos así:
-Bueno, y entonces qué… Los sartenes suenan bien
-Pero ¿sartenes, esposo mío? Digo, como que no es muy especial.
- Las sábanas si están muy caras, ¿pues de qué son, tú? ¿De seda pura o qué?
- Pues sabe, tú… ¿y si les damos la batidora?
- No, no. Si ya estás en esas, de una vez les damos el aparato de sonido de 25 mil; digo, el precio es lo de menos…
- Ay, por Dios, no seas exagerado
Y así podemos pasar horas hasta que por fin tomamos una decisión salomónica que casi siempre nos deja insatisfechos: Cuatro vasos de vidrio, un juego de toallas, una plancha. Lo que sea, invariablemente nos produce la sensación de que los novios pensarán que no tenemos ni idea de cómo se hace un buen regalo para boda.
Aunque, a decir verdad, nunca nos hemos atrevido a preguntar el efecto que provocó en la feliz pareja nuestro presente, ni la tarjetita adjunta que por más que nos esforzamos siempre nos deja la impresión de que no expresamos todo el cariño que sentimos por los recién casados.
Total, de una vez aprovecho este espacio para disculparme con los que estén pensando en casarse próximamente. O al menos para advertirlos por aquello de que les sea más cómodo no invitarnos.

lunes, diciembre 08, 2008

Época de reflexión

Pequeñas luces de colores lo inundan todo. Botas, esferas, moños y adornos de todo tipo han salido de sus cajas para ser protagonistas de esta época, como sucede año con año.
También salen a relucir las mejores sonrisas, las que a veces hemos guardado un año entero, pero que ahora queremos repartir generosamente entre quienes nos rodean.
Los bolsillos se ven obligados a escupir dinero, porque hay que comprar regalos, compartir comidas, asistir a fiestas, preparar la cena… todo lo que nos exige esta sociedad cada vez más consumista.
Y a mí siempre me sucede lo mismo.
Celebro, sí, pero no muy segura de por qué lo estoy haciendo.
Después de todo, he tenido oportunidad de comprobar en más de una ocasión que la Navidad es una fecha impuesta y que es imposible que un corazón abatido se inunde de calor, armonía, paz y amor por un mandato de la época.
La primera Navidad desastrosa de mi vida fue en 1979. Mi familia y yo nos acabábamos de mudar en el mes de diciembre a la Ciudad de México, después de haber habitado por un breve periodo en el estado de Veracruz y estábamos pasando unos días en casa de mis abuelos maternos, mientras llegaba mi papá con la mudanza.
Entonces, el 18 de diciembre, mi abuelo materno cayó muerto de un infarto a los 62 años de edad mientras se cepillaba los dientes en el baño de su casa.
Tan sólo dos días después, mi madre, que estaba embarazada de mi hermano menor, dio a luz anticipadamente por efecto del impacto.
Mi mente de niña, en aquel entonces de 9 años, registró a detalle la oscuridad y tristeza de que se tiñó aquella Navidad, alumbrada tan sólo por la llegada de un bebé que desde entonces ha sido luz para todas las vidas que lo han rodeado.
Después, vendría la Navidad de 1983, bañada de lágrimas por la reciente separación de mis padres, y la de 1985, con olor a tragedia porque apenas unos meses atrás acabábamos de experimentar el terremoto que devastó a la Ciudad de México y de cuyos efectos mi familia se salvó por un milagro.
En 1990, apenas unos días antes de la Nochebuena, viví el rompimiento de una relación, que más que afectarme por la relación misma, me dejó sumida en una honda depresión porque marcaba la cereza del pastel de una época en mi vida que había sido especialmente difícil.
Ya en este nuevo siglo, el 1 de diciembre de 2005, me robaron mi auto, y estaba sufriendo por deudas e incertidumbres que le quitaron todo brillo a la época, y el año pasado, cuando me disponía (como trato de hacer siempre a pesar de los pesares) a disfrutar la Navidad hermosa que había planeado con tanto esmero y en la que fungiría como anfitriona de mi familia, el 23 de diciembre por la mañana sonó mi teléfono y la voz grave de uno de mis hermanos me informó, sin preámbulos, que mi papá estaba hospitalizado después de sufrir un infarto.
De hecho, la Navidad del año pasado la recuerdo como si estuviera sumida en una nebulosa.
Decidimos celebrar, para no dejar un mal recuerdo en el corazón de mis hijos y mis sobrinos, pero yo era incapaz de pensar en otra cosa que en el miedo irracional de perder a mi papá.
Este año, como hago siempre, decidí nuevamente vestirme de esperanza. Repetirme a mí misma que esta vez no será igual, que trataremos de sobreponernos y habrá que sonreír y abrazar y querer y gozar en esta Navidad.
Ya saqué los mil adornos que he ido acumulando a lo largo de los años y todo está dispuesto para celebrar, y no obstante, mi corazón está triste, porque tengo la certeza de que la Navidad es una hermosa época, pero no opera milagros, no cura dolores, no evita a la muerte, no cura la pobreza y no detiene las lágrimas por más que así nos lo hayan dibujado en las películas.
Por eso, esta Navidad seré discreta, sonreiré un poco menos y abrazaré mucho más a todos los corazones abatidos que lleguen hasta mí.
Qué mejor regalo puede haber que ese.

lunes, diciembre 01, 2008

Olivier y Taydé, una historia de amor (texto y video)

Iniciamos nuestro noviazgo en abril de 1992 con todas las apuestas en contra. Los que más nos daban, calculaban que duraríamos un mes, quizá dos.
Después de todo, para muchos de nuestros compañeros y amigos de la Escuela de Periodismo Carlos Septién, yo era una vampiresa de 25 años, mientras él era un inocente jovencito de 24; yo era extrovertida, él introvertido; yo era una morena pequeñita, él un rubio alto de ojos claros; yo parecía niña rebelde, él tenía aspecto de niño bien. No parecíamos tener nada que ver el uno con el otro.
Nosotros mismos dudábamos sobre las posibilidades que tendría aquella relación; por lo tanto, el primer día hicimos lo que hacemos siempre: hablamos claramente y nos dijimos que si aquello no funcionaba en un mes, nos separábamos y tan amigos como siempre.
El noviazgo, sin embargo, se extendió tres años y medio porque no tardamos mucho en darnos cuenta que las apariencias son sólo apariencias y que teníamos razones de sobra para amarnos y entendernos.
Y sin embargo, nos casamos el 2 de diciembre de 1995 con todas las apuestas en contra.
Era una época de crisis económica que no parecía ser la más propicia para que un par de periodistas novatos iniciaran una vida en común.
Además, para la mayoría de nuestros familiares y amigos éramos jóvenes e inexpertos. Muchos creían que aquel aparente entendimiento era un espejismo. No lo decían, pero intuíamos que opinaban que nuestra boda se trataba de un capricho. Y muchos seguían pensando que éramos tan distintos como el agua y el aceite .
No ayudaron a cambiar los malos pronósticos los primeros años de nuestra vida en común, porque ambos decidimos trabajar como lo habíamos hecho siempre: él en casa, cumpliendo con encargos free lance, y yo en la calle, en una redacción; por lo tanto, aunque este sistema nos funcionaba a nosotros a la perfección, a los ojos de los demás no cumplíamos la estructura tradicional de un matrimonio mexicano: La mujer en casa y el hombre trabajando en la calle.
Las críticas fueron y vinieron, incluso se intensificaron cuando nacieron nuestros hijos y él decidió aprovechar las ventajas de trabajar en casa para cuidarlos personalmente. Nadie se detuvo a pensar en lo valioso que sería para mis hijos crecer, aunque sólo fuera algunos años, al lado de su padre el 100 por ciento del tiempo. Nadie se detuvo tampoco a pensar en si éramos felices.
Aun así, nuevamente desafiamos en silencio las pobres expectativas que se tenían sobre nosotros y dejamos que el tiempo hablara por sí mismo.
La solidez de nuestra relación, la calidez con que ambos dotamos a nuestro hogar y el hecho de que nuestros hijos crecían fuertes, sanos, educados y con buenos valores acallaron muchas bocas incrédulas.
No obstante, en los últimos tres años, hemos vivido situaciones difíciles.
En algún momento nos faltó el trabajo y el dinero y la desesperación se apoderó de nosotros. Nos llenamos de deudas que han sido difíciles de saldar, nos robaron y tuvimos que soportar la pérdida de algunos seres muy queridos.
Para colmo, justo ahora, que por fin mantenemos “la estructura tradicional del matrimonio” (él trabaja en la calle y yo en casa) tenemos menos tiempo para compartir.
Por todo ello, ha habido ocasiones en las que ha sido inevitable preguntarse si todos los que apostaban poco por nosotros no tendrían razón. Si la crisis que nos ha atacado en los últimos años no ha sido producto del error que cometimos al mantenernos juntos contra todo pronóstico.
Sin embargo, incluso hemos superado nuestras propias dudas. Hoy cumplimos nuestros primeros y cabalísticos 13 años de matrimonio y seguimos como siempre, siendo los mejores amigos, luchando codo a codo y amándonos cada día un poco más.
¿Qué sigue mañana? ¿Qué más pasará en nuestra relación?
No lo sabemos, pero creo que una de las claves del éxito de mi vida al lado de Olivier es que jamás nos hemos puesto metas a largo plazo sino que vamos viviendo y enfrentando cada día con la mejor de las sonrisas.
Para él, quien es sin duda el hombre de mi vida, con quien he pasado más de un tercio de mi existencia, hice este video, con todo el amor que he acumulado al paso de los años y que es difícil de explicar con palabras; pero quise traerlo aquí para compartirlo con mis amigos y dar a conocer nuestra bellísima historia de amor. Ojalá se animen a verlo.