jueves, agosto 28, 2008

La conversación en un mercado


- Me da un kilo de paranoia- dijo la señora en el mercado.
- De cuál le pongo- preguntó con ojillos brillantes el comerciante.
- ¿A cómo está el kilo de la paranoia por la obesidad?
- ¡Uy, marchantita!, a precio inigualable. ¿Pos qué no ve que el miedo a la obesidad es lo de hoy? En la tele se la pasan remache que remache con eso. Además, por tres pesitos le puedo dar harta paranoia de ese tipo, porque está hecha de aire y de verduritas ligeras.
- Deme un kilo, pues… ¿y la paranoia por la muerte, a cómo me la deja?
- Pues esa tiene precio fijo, no ha variado mucho; desde que el hombre es hombre casi siempre ha costado lo mismo. Baja de precio cuando hay guerras, pero nada más, y eso es por la excesiva demanda. La fabrican con un miedo pesado, que no deja ni estar, y que lo hace a uno ver fantasmas por todos lados: en el jabón de la bañera, en el vecino de al lado, en el enchufe, la tele, el escape del coche, las banquetas y los árboles. Esa está a 22 el kilo.
- Está cara, oiga. Me da medio kilito, entonces… Supongo que también tiene paranoia por las enfermedades.
- ¡Uy, pero cómo no!, si esa es de la que más se me vende. Que si por el grave padecimiento que le puede provocar tomar café, azúcar, té, harina, comida en lata, verduras y frutas regadas con pesticidas … o respirar el aire y salir a la luz del día. Se la dejo a 16.
- Póngame un kilo, entonces... ¿y la paranoia por la era de la computación?
- Esa está casi regalada, señito. La verdad es que como está tan llevada y traída ya empieza a marchitarse, tiene sabor a rancio, ya como que nadie le hace mucho caso porque una buena cantidad de gente empieza a darse cuenta que es la típica del tonto que se espanta con su sombra.
- Entonces de esa no me ponga nada. ¿Y tiene paranoia por el terrorismo?
- ¡Pero cómo no! Nada más que esa es importada; ya sabe, de los yunaites. La verdad es que no se la recomiendo, como que sabe a ajeno, a cosa que no es de uno, vaya.
- ¿Y paranoia por la inseguridad en la ciudad?
- De esa no tengo, ésa la encuentra en los supermercados, casi en todos, pero si son de colonia rica, más, porque es la que compran los rotos cuando quieren desgarrarse las vestiduras.
- Mmm… pues entonces póngame un cuartito de la paranoia por el terrorismo, tan sólo por aderezar la de la seguridad… a lo mejor sale buena la combinación ¿no?.
- Sepa Dios…
- ¿Cuánto le debo?
- Cuarenta pesitos… Oiga, güerita, y si no es indiscreción, ¿por qué tanta paranoia? Digo, es que estoy acostumbrado a que se llevan de una, de otra, si acaso de dos tipos diferentes, pero usted se lleva de todo.
- Ah, verá, trabajo todo el día. Gano bien, pero la verdad es que tengo poco tiempo para gastar mi dinero. Tengo mis asuntos resueltos, así que, al final del día, lo único que me queda últimamente es el entretenimiento insípido de la televisión. Quiero darle sabor a mi vida.
- Bueno pues, entonces que disfrute sus paranoias.
- ¿Gusta?
- No gracias, ¿sabe usted?, yo sí tengo problemas reales de los cuales preocuparme.

viernes, agosto 22, 2008

Odette

Aprendí a amar los Juegos Olímpicos gracias a mi maestra Odette, encargada de impartirme la materia de educación física en la secundaria.
No sé si aún dé clases, pero en aquel entonces era una profesora mexicana que hizo lo que muy pocos maestros de educación física en este país: optar por enseñar a apreciar correctamente el deporte, en vista de que la falta de apoyo les impide preparar a sus alumnos para ser los medallistas del mañana.
Debo reconocer que cuando Odette fue mi maestra no me di cuenta de la importancia de su enseñanza. De hecho, yo la odiaba porque me parecía demasiado exigente.
Sin embargo, siempre que llegan los Juegos Olímpicos agradezco desde el fondo de mi corazón lo que Odette me enseñó: a entender que no son una simple justa deportiva como el Mundial de Futbol, sino que son movidos por resortes mucho más profundos; iniciaron en la antigua Grecia como un evento que buscaba la perfección humana, y se convirtieron, en la etapa moderna, en un motivo para hermanar a los pueblos del mundo a través del deporte.
Además, gracias a Odette, puedo gozar de muchas de las disciplinas que veo más allá del simple espectador, porque las practiqué de su mano, aunque debo confesar que con desastrosos resultados.
Aun me recuerdo haciendo la carrera con vallas y tirando todo lo que se cruzaba a mi alrededor; lanzando jabalinas, discos y balas sin lograr que viajaran más allá de unos cuantos metros; mostrando una total torpeza en juegos de equipo como basquetbol y voleibol y haciendo aullar a mi maestra de desesperación porque era tal mi incapacidad para la gimnasia que se hubiera visto más estilizado un hipopótamo saltando sobre brasas calientes.
Claro, no soy demasiado severa conmigo misma cuando me vienen a la cabeza esas memorias, sobre todo porque es difícil lograr la excelencia que pretendía inculcarme Odette, cuando lo único que llevaba aprendido de deporte hasta ese momento era a correr en círculos por un reducido patio de escuela.
Ello, por fortuna no me impide disfrutar hasta el éxtasis de un clavadista saltando del trampolín, con el cuerpo tenso y la mirada concentrada, para tratar de entrar en una perfecta vertical al agua; un gimnasta que debe desafiar al equilibrio y la gravedad, o un nadador que con perfecta técnica cruza la alberca una y otra vez con la intención de ganarle la batalla al tiempo.
Sin embargo, cada vez que unos Juegos Olímpicos terminan, y la delegación mexicana regresa prácticamente con las manos vacías, es cuando más recuerdo a Odette.
Siempre pienso que ella, que buscaba heroicamente inculcarnos el amor por el deporte de alto nivel, debe experimentar una honda decepción al comprobar que tantos años y generaciones después, los resultados de los deportistas mexicanos siguen siendo desastrosos. Creo que debe sentir que la semilla que trato de sembrar en grupos y grupos de alumnas de secundaria no dio frutos ni siquiera en sus hijos.
Sin embargo, debe darse cuenta también que lo que ella hizo era el equivalente a gritar en el desierto, en un país donde a los maestros de educación física les preocupa poco que sus alumnos aprendan algo más que a botar una pelota y, en el caso de los hombres, patearla para jugar futbol los domingos con sus amigos del barrio.
Además, su enseñanza, tan valiosa, no podía acabar con las inercias de un sistema educativo que no se preocupa por descubrir a los talentos deportivos a temprana edad, como hacen en los países donde existen decenas de campeones olímpicos, y tampoco lucha porque en la República Mexicana existan espacios suficientes y bien dotados para que los interesados puedan practicar todo tipo de deportes a precios accesibles.
Por eso, creo yo, a Odette le pasa lo que a mí ahora con los Juegos Olímpicos de Beijing. Cuando ve a deportistas como Guillermo Pérez y María Espinoza, que ganaron medalla de oro para México en tae kwon do, no siente que “ganamos” como país, ni se emociona cuando el “presidente” se levanta el cuello por un triunfo que no le pertenece, sino que admira el esfuerzo titánico de esos paisanos que lograron sobreponerse a la total falta de apoyo y con sus propios recursos y coraje salieron adelante.


¿O es que acaso los mexicanos podemos sentir orgullo de que mandamos a un competidor de canotaje que aprendió esta disciplina, no por entrenamiento, no porque su gobierno se hubiera dado cuenta de su talento, sino porque tenía que ir a la escuela remando por un río? ¿o por el equipo de voleibol que tuvo que acabar pidiendo prestados unos uniformes a tan sólo unas horas de competir en los Juegos Olímpcios? ¿O por Paola Espinoza y Tatiana Ortiz, que no hubieran logrado medalla de bronce en clavados sincronizados si no fuera porque los papás de una de ellas eran entrenadores de la disciplina?
A mí me da mucho gusto por ellos, pero una gran decepción por México.
Además, Odette, debe sentir una honda tristeza cuando nota que haber tratado de inculcar a sus alumnas el coraje y la dignidad necesarios para encarar un deporte no logró llegar a ser ni un minúsculo grano de arena en un desierto, sobre todo cuando ve la mentalidad pequeña de algunos competidores que, sin asomo de vergüenza justifican su derrota con un “yo nunca prometí medallas”.
Por eso, este texto es un tributo a Odette, donde quiera que se encuentre, para que sepa que una de sus alumnas la recuerda siempre con cariño, le agradece lo que le enseñó y a su vez trata de inocularlo en sus hijos.
¡La batalla, después de todo, no está perdida, Odette!

martes, agosto 05, 2008

Se agotan las palabras...

Se agotan las palabras, dijo el escritor, antes de claudicar ante su tercer intento de escribir una novela, y sonó a fracaso.
Se agotan las palabras, leyó el político en la tribuna en un discurso de agradecimiento escrito por su secretaria, y sonó a mentira.
Se agotan las palabras, dijo el padre moribundo a un hijo que lo escuchaba en busca de las respuestas que no pudo encontrar en toda una vida, y sonó a dolor.
Se agotan las palabras, pronunció una mujer que se quedó sin manera de expresar su amor al hombre que segundos después le regaló un beso largamente anhelado, y sonó a promesa.
Se agotan las palabras dijo la madre, derramando lágrimas, a la hija que se le soltaba suavemente de las manos para dirigirse hacia el altar, y sonó a despedida.
Se agotan las palabras, dijo con severidad la maestra al alumno que la miraba explicar una y otra vez la misma lección sin entender un ápice de lo que decía, y sonó a amonestación.
Se agotan las palabras, respondió mecánicamente el alumno, y sonó a decepción.
Se agotan las palabras, le dijo el guerrillero a su comandante pocos segundos antes de expirar, y sonó a soledad.
Se agotan las palabras, dijo la mujer al hombre deshecho que la vio partir con su maleta un segundo después, y sonó a desesperanza.

Es increíble, una frase, dicha una y otra vez por tantas bocas, puede tener entonaciones muy distintas. Pero al final, lo único que queda es el silencio.