sábado, septiembre 27, 2008

De los fantasmas y yo

Cuando se trata de fantasmas, siempre siento que estoy haciendo equilibrio en la tenue línea imaginaria que divide a los creyentes de los escépticos.
A veces, siento que me voy hacía un lado, a veces hacia el otro, pero el caso es que nunca caigo en ninguno de los dos bandos por completo. En realidad esta situación de mi carácter no me parece una virtud o un defecto, simplemente es una cualidad que por momentos me desespera, debo decir.
Mi lado creyente tiene sus propias teorías. La más fuerte es que, si como dijo Lavoisier, “la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma”, el ser humano, que es mucho más que materia, mucho más que energía, no puede desaparecer así como así de la faz de la tierra y a partir de ese momento convertirse en nada.
También podría esgrimir otros argumentos basados en temas como el alma, la sensación de que el mundo no necesariamente es unidimensional y las historias que mi padre contaba que se habían vivido en la familia.
Sin embargo, estoy consciente que, como toda creencia, la mía en los fantasmas no tiene mucho sustento y, por supuesto, no parte de una explicación científica perfectamente comprobable. Vaya, ni siquiera puedo decir que nace de anécdotas personales, porque debo reconocer (con una gran dosis de decepción porque me atrae mucho el tema) que sólo he tenido un par de experiencias al respecto, y no me atrevería a asegurar que fueron sobrenaturales porque no cuento con pruebas para hacerlo.
La última de ellas me ocurrió hace tan sólo un par de días. Estaba yo sentada en la sala de mi casa, haciendo sobremesa con mis hijos. De pronto, olfatee un olor suave, pero claro, de incienso. A pesar de que desde el primer momento noté la naturaleza del aroma, me levanté del sillón en busca de la posible causa: ¿se estará quemando algo en la cocina? ¿habré prendido sin darme cuenta el repelente contra mosquitos que tiene un aroma similar? ¿habré dejado caer una ceniza por ahí y esto es el aviso de un incendio?
No llevaba ni unos segundos haciéndome estas preguntas en silencio, cuando mis dos hijos me confirmaron que no estaba loca: “huele como a incienso, mamá”, dijeron. Entre los tres tratamos de encontrar el origen del olor. “Quizá los vecinos“, dijimos, aun cuando estábamos conscientes de que ningún aroma de las casas vecinas entra con esa claridad a la nuestra.
Y de un momento a otro, así como llegó, el olor que había sido claro desapareció sin dejar rastro, lo cual me dejó aún más asombrada.
Al comentarlo, unas horas más tarde, supe que existía una teoría que dice que un fantasma puede hacerse presente a través del aroma, y más específicamente, de los aromas a incienso y/o flores. Se dice que el suceso ocurre tal y como nos ocurrió en casa: inicia el olor, permanece un tiempo y se va de pronto, sin dejar rastro.
Debo decir que cuando me enteré de esta teoría me dio un estremecimiento de alegría, porque llevaba un par de días embebida con fotos antiguas de mi padre y su familia que un primo me había hecho el favor de obsequiarme y la simple idea de que mi padre pudiera estar por ahí, visitándome y haciéndose presente, me llenó de una ternura indescriptible.
Sin embargo, como me ocurre siempre, entró mi lado escéptico en escena.
De inmediato, comenzaron las preguntas a retumbar en mi mente: ¿Pero por qué habría de oler a incienso y no a cualquier otra cosa para que un fantasma se hiciera presente? ¿Y qué tal si pasó una persona por la calle con una varita de incienso y por eso el aroma entró por un momento a la casa y se fue? ¿Y por qué, en todo caso, habrían de sucederme a mí estas cosas? ¿Y qué tal si en realidad no hay nada más allá de esta vida como dicen tantas personas a las que respeto?
Porque he de reconocer que, además de mi natural tendencia a cuestionar todo, mi escepticismo se basa, casi siempre, en que cuando escucho relatos de fantasmas y empiezo a creerlos, son los propios creyentes en estos temas los que me hacen dudar de su autenticidad.
Un día, por ejemplo, me enteré de una mujer, cercana a mi círculo, que mostró la foto de un fantasma tomada por un amigo suyo. Quien había tomado la foto juraba que nunca notó ningún movimiento extraño antes de tomar la placa. Yo pensé que al ser personas más o menos cercanas las que estaban relatando el suceso, lo más natural era creer en él.
Sin embargo, unos meses más tarde me entero que las dos personas que narraron la historia del supuesto fantasma eran apasionadas del esoterismo y no era ésta la única experiencia sobrenatural que decían que les había ocurrido.
¿Realmente es posible darle crédito a la anécdota de alguien que, de entrada, es fanático de este tipo de cosas?
Claro que, en contraparte, mi lado escéptico también se derrumba cuando oigo a muchos de los expertos “derrumbamitos” que conozco.
Lo que más me molesta de ellos es que a veces son tan fanáticos de sus creencias y tan faltos de pruebas como los creyentes, pero se consideran a sí mismos inteligencias superiores por el simple hecho de no dar crédito a fenómenos sobrenaturales que consideran “cosa de gente ignorante”.
Me ha tocado ver en la televisión, oír por el radio e incluso leer en revistas a escépticos que incluso pertenecen a asociaciones de este tema, a los cuales les son presentados videos, audios y fotos que han tomado los creyentes en fantasmas, tan sólo para que ellos respondan con aires de sabelotodo: “Eso no existe, es un truco”.
Yo siempre pienso: me parece bien, muy probablemente lo es, pero entonces demuestren que es un truco. Tomen el video en cuestión, pásenlo por un filtro, estúdienlo o qué se yo, y demuestren: “basados en tales y cuales estudios científicos concluimos que esto se hizo de tal y cuál forma y no existen tales fantasmas”. Y que sean cosas reales, creíbles, sustentables, porque simplemente negar por negar o porque a mí no se me da la gana creer, coloca a los escépticos en una posición tan ignorante como la que ellos acusan en los creyentes.
Además, rechazar o aceptar algo por completo con esa seguridad, aun con pruebas, me parece excesivamente soberbio. Siempre debe quedar, en todo, un espacio para la duda. ¿O es que acaso en la antigüedad no se aseguraba a pie juntillas que la tierra era plana? ¿Y qué tal si el día de mañana descubrimos, con pruebas incuestionables, que los fantasmas existen o que de verdad nunca existieron ni existirán?
Mientras tanto, yo sigo aquí, acumulando dudas, y sin poder dejar de hacerla de equilibrista en este tema.

domingo, septiembre 21, 2008

Mi declive

Debo contarles que en mi agenda de textos para Zona Infinita seguía uno sobre los chilangos (dícese de los que viven en la Ciudad de México). Sin embargo, decidí dejar para más tarde este tema, no tanto por la impopularidad que he visto que tienen los asuntos mexicanistas en este espacio, como por el hecho de que con los sucesos recientes, creo que mis opiniones, siempre radicales, no harían sino contribuir a un ambiente ya de por sí enrarecido. No me interesa sumarme a la polémica.
Por ello, esta vez dejé que saliera mi chica Cosmo a relucir y opté por abordar un tema que no por frívolo deja de ser interesante.
Debo decirles que esta vez deliberadamente me negué a pasear por la red para investigar más profundamente sobre el tema, porque más que exponer una postura filosófica o hacer un texto que analice a profundidad las razones del fenómeno que voy a abordar, quise que hablara mi experiencia.
Por tanto, los invito a que lean este texto como lo que es, un simple desahogo personal y sujeto a todo tipo de comentarios.
Verán, cuando yo era una adolescente de 15 años, a mediados de la década de los 80, empecé a notar un curioso fenómeno. Hombres de mi edad, e incluso mayores, revoloteaban a mi alrededor con la intención de lograr mis favores (esto de “mis favores” es una frase sacada de las novelas costumbristas que tanto me gustan y que me prometí usar en alguna ocasión).
Califico el fenómeno como “curioso”, pues si bien yo me había dado de cuenta que mi cuerpo había dejado atrás el aspecto infantil y se había llenado de redondeces, no me parecía que mi imagen fuera especialmente atractiva: después de todo, usaba gafas; mi forma de vestir y mi cabello no tenían estilo (y eso es decir mucho cuando se habla de la moda de los ochenta) y era (soy) bajita de estatura (apenas 1.53 metros).
Tenía buen cuerpo de nacimiento, sí, pero nada que cualquier otra joven de mi edad no tuviera, entre otras cosas porque nunca he sido fanática del ejercicio. Incluso podría decir que me faltaban algunas de las cosas que más alababan mis amigos en las mujeres: piernas largas, cintura de menos de 60 centímetros y busto prominente.
Aún así, mi cantidad de pretendientes crecía mes con mes y mi teléfono no dejaba de repiquetear.
Cuando llegué a los 20, el fenómeno estaba en todo su apogeo. Entre otras razones porque yo había pulido mi imagen y me veía mucho más mujer. Una amiga cercana a la familia decía que mi lista de pretendientes era como la lista de un club masculino. Los tenía de todos los colores, estaturas, sabores y profesiones, y me podía dar el lujo de ser desalmada con ellos y lanzarlos lejos tan sólo por el gusto de hacerlo.
Pero además, mi atractivo también era notorio en la calle: hombres que me seguían y me piropeaban, algunos osados que me invitaban a salir sin conocerme y otros francamente groseros que se atrevían a darme nalgadas y recibían una bofetada o un puñetazo (dependiendo de mi humor) a cambio.
Cuando cumplí 22, los pretendientes dejaron de acosarme tan abiertamente cuando anuncié mi noviazgo con mi ahora esposo, aunque yo notaba que seguían por ahí, agazapados, y había algunos que dejaban conocer sus intenciones, a pesar de que sabían que no tenían posibilidades de recibir otra respuesta que no fuera un no rotundo.
A los 25, cuando me casé, bajó un poco más el acoso, pero no del todo, y lo mismo sucedió con el nacimiento de mis hijos, cuando llegué a los 26 y a los 30 años.
El caso es que cuando crucé el umbral de los treintas empecé a notar que el magnetismo que yo había tenido con los hombres empezaba a descender dramáticamente.
Ya no veía por ahí pretendientes que suspiraran por mí y prácticamente tampoco recibía piropos por la calle.
Al principio, no le di mayor importancia, porque hacía mucho que gustarle a otras personas que no fueran mi esposo había dejado de ser divertido.
Sin embargo, alrededor de los 35, al platicar con mis amigas sobre el magnetismo que había perdido, me di cuenta que lo que a mí me había sucedido nos era común a muchas mujeres: cruzando el umbral de los treinta automáticamente dejábamos de ser atractivas para la mayoría de los hombres.
Por otro lado, platicando con mi esposo y mis amigos, me di cuenta que para muchos hombres el proceso de gustarle a las mujeres se daba en forma inversa a lo que nos sucedía a nosotras: ellos en la adolescencia se la vivían suspirando por las mujeres de su edad o más grandes que los ignoraban tiro por viaje, interesadas por los hombres mayores; entre los 20 y los 30, se volvían más atractivos, sobre todo si tenían novia formal o exhibían en el dedo anular de la mano izquierda una flamante sortija de matrimonio, y de los 30 en adelante su magnetismo se volvía aún mayor, sobre todo con mujeres más jóvenes.
En este año, a mis 38, decidí bajar de peso y verme, si no como antes (porque sé que resulta imposible), al menos bien. Cuando llegué a mi peso, decidí también comprarme ropa un poco menos aseñorada. Sin embargo, la falta de magnetismo sigue ahí, intacta, y cuando un hombre voltea a verme por la calle, generalmente es porque viene distraído pensando en otra cosa o quiere preguntarme dónde está una calle.
Mi marido, en cambio, parece que trae un letrero de disponible en la camisa. Las mujeres, especialmente las jóvenes, lo miran con deseo de algo más, aun cuando yo vaya a su lado (o quizá porque voy a su lado y se dan cuenta que pueden ofrecer más que yo, no sé).
Y entiéndase, no es que a estas alturas pretenda ser un símbolo sexual (a pesar de que pienso que si Marilyn lo era a los 30 ¿por qué yo no?), sobre todo teniendo esposo e hijos desde hace 13 años, pero debo reconocer que saber que uno sigue teniendo magnetismo es una buena inyección para el autoestima.´
De cualquier manera, parece que el fenómeno es irreversible, así que hace días que decidí tener una actitud más positiva al respecto: resistiré estoicamente a todas esas jovencitas suculentas que aparecen cada tanto con la intención de coquetearle a mi marido, de la misma manera en que él resistió durante años a los hombres agazapados que pretendían dejarlo sin mujer, y mientras tanto me acostumbraré a disculpar mi falta de magnetismo pensando en todas las mujeres de mi edad que están pasando por lo mismo.
Porque eso sí, me resisto a hacer lo que muchas contemporáneas: pintarme el pelo de rubio platinado, maquillarme de manera exagerada o vestir ropas de adolescente en busca de la juventud perdida.
En una de esas, como por arte de magia, cruzando el umbral de los cuarenta me pasa el fenómeno “Desperate Housewives” y vuelvo a las andadas… Lo dudo, pero mientras tanto ¡Salud!

miércoles, septiembre 17, 2008

Sólo para conocedores

Para los que quieran encontrar la poesía de Gabriel del Río Ortiz, poemas como México Niño y El Rebozo ya están disponibles en un espacio propio. El link es http://elrincondegabrieldelrio.blogspot.com/.

miércoles, septiembre 10, 2008

México en la voz de mi padre

Aprendí a amar la historia de México de la mano de mi padre.
Aun lo guardo en la memoria, vívidamente, como lo vi hace muchos años ya, cuando me sentó frente a él para contarme la historia de Xicoténcatl, con la intención de animarme a ayudarlo a escribir el guión que le habían solicitado para una revista de historietas para niños.
Recuerdo que me asombró mucho la historia misma de este príncipe indígena que decidió combatir fieramente a los españoles, tras la conquista; sin embargo, lo que más me emocionó fue el amor que noté en la voz de mi padre al hablar de México.
Porque mi padre amaba a México por sobre todas las cosas, conocía su historia palmo a palmo y le gustaba estudiarla. De hecho, su poesía tiene un claro espíritu nacionalista.
Sin embargo, nunca estuvo conforme con su país. El creía que México estaba destinado a la grandeza en todos los órdenes y se sentía decepcionado de que casi nunca la lograra.
Por ello, con la cercanía del 198 aniversario del Grito de Independencia mexicano (que se celebra el próximo 16 de septiembre), qué mejor manera de honrar a mi país y a mi padre (fallecido el pasado 1 de enero) que traer a mi espacio un poema bellísimo, salido de su pluma y que ha sido declamado y alabado en muchos escenarios.
Se trata de la versión extendida de México Niño, publicada en el libro Desde la Azul Entraña (Edamex, 1997). Los tramos que mi papá aumentó al poema original, que es el publicado en La Rebelión de las Flores, están resaltados con cursivas.
Un regalo especial para aquellos que han buscado este poema en la red.

MÉXICO NIÑO

Gabriel del Río

México Niño de leyenda oscura,
de la que emana luz, a borbotones,
luz de centauros, de palabra dura,
aire de trópico, plenitud de soles.
México de tragedia en las espuelas,
México del rebozo que protege,
en tu orfandad de siglos siempre llevas
el clavo ardiente de tu amarga suerte.
La cruz del español hirió tu entraña
y extrajo barras de oro amarillento
y para que al robarte no lloraras
un ayate pintado dio a Juan Diego.
Por el mismo camino en desventura
asomó Francia con audaz mirada
y al ver tu cara de azafrán y luna
hundió su garra y mancilló tu casa.
El yanqui, tan cobarde cómo siempre,
el insípido rubio equilibrista,
tan codicioso de lo que otros tienen,
creyendo que se compra hasta la vida,
llegó a tu puerto y al mirarte solo
creyó que tú tampoco tenías madre,
clavó en tu faz su enrojecido ojo
y regó sin piedad tu niña sangre.
El oro negro de tu azul entraña
Se convirtió en tu cruz y tu martirio
y atrajo la codicia y la acechanza
del diabólico yanqui, tu enemigo.

Aventureros de la peor ralea
hicieron de la sangre fraticida,
sin el menor rubor, botín de guerra,
y dejaron después mala semilla.
Semilla mala que volvió de Harvard
convertida en solemnes doctorados
y en filosos puñales que en la espalda,
México niño, te hundieron, desalmados.
Se rasgaron entonces las neblinas
con las voces de acero de los hombres
que ayer forjaron tu radiante risa
y en tu honor liberaron cien mil bronces.
Desde el fondo doliente de la tierra,
México niño se escuchó iracunda,
la inolvidable voz de Tata Lázaro,
hecha dolor sin fin bajo su tumba.
Se oyó también la voz triste, doliente,
tierna como la flauta de carrizo
del indio niño que cuidaba ovejas
en Guelatao, a la vera del camino.
Como un sol, por el sur, tras la montaña,
entre las nubes regresó Emiliano
con el mismo fulgor en la mirada
y la verde esperanza hecha de barro.
México niño, no te sientas solo,
tus muertos protectores te acompañan
y se vuelven un índice de fuego
que acusa justiciero, en lontananza.
Tendrán que regresar sobre sus pasos
los traidores llegados desde Harvard,
escaparán cobardes cuando escuchen
las voces de Cuauhtémoc y Cuitláhuac.
Tecnócratas sin patria, te atacaron
y te robaron tu jirón de luna
pero tus lágrimas se harán estrellas
y tú las contarás una por una.
Benito, Tata Lázaro, Emiliano,
Miguel Hidalgo y el humilde Siervo,
José María Morelos, el titánico,
te darán otra vez tu azul del cielo.
No temas nada y canta, que la noche
es el heraldo de una nueva aurora,
tu orfandad ha de ser como un suspiro,
leve como el volar de mariposa.
Caerán vencidos por tus héroes muertos
los que te apuñalaron por la espalda,
volverán, humillados, a su averno
y tú retornarás a tu alborada.
México niño de pólvora y lamento,
con ojos de arrayán y de azabache,
México de cañones en los cerros,
México niño, voz de teponaztli.
Estás dormido porque aguantas clavos
y espinas y calvarios y vinagre
y hiel y humillación, saliva y palos,
hasta que enciendes albas con tu sangre.
Que tu hermana, la isla del azúcar,
se le volvió en la boca amarga al yanqui,
que de rodillas viven en la bruma
los pueblos de esta América con hambre.
Que ya la redención llama a la puerta,
que en Panamá el canal lleva mil lágrimas,
que va subiendo el odio en su marea
y viene por el sur la muerte escuálida.
México niño, duermes, duermes, duermes
en un sopor primaveral de mayo
¡Ay del tirano, cuando tú despiertes!
¡Fulminado caerá, bajo tu rayo!
Se oye en la pauta de la tierra madre
la voz sonora de tu raza mártir,
la magia de tu nombre ha de llevarte
al sendero con luz de los trigales.

jueves, septiembre 04, 2008

De patrioteros a patriotas

Hay diferencia entre ser patriota y ser patriotero.
Dice la Real Academia Española que patriota “es la persona que tiene amor a su patria y procura su bien.” En cambio, patriotero es quien “alardea excesiva e inoportunamente de patriotismo”.
Si nos ceñimos a este par de acepciones podemos ejemplificar al patriotero con aquellos mexicanitos que se pasan el año viendo cómo le ven la cara al vecino, no respetan reglas, no están dispuestos a aportar nada, les importa poco lo que pase con su país, y sin embargo, ya están preparando silbatos, sombreros y litros de tequila para celebrar la independencia nacional el próximo 15 de septiembre.
Patriota, en cambio, podrían ser personajes como Jesús Helguera y José Pablo Moncayo, que sin demasiado aspaviento, aportaron su granito de arena para que el nombre de México fuera pronunciado con admiración en muchas partes del mundo.
Curiosamente, Jesús Helguera, como casi todos los héroes de la Independencia mexicana, tenía sangre criolla. Hijo de padre español y madre mexicana, nació en Chihuahua en 1910.
Desde finales de los años treinta y hasta su muerte en 1971, trabajó como ilustrador exclusivo de Cigarrera La Moderna, empresa regiomontana que año con año lanzaba calendarios que se volvieron indispensables para la cultura popular de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta en México.
¿Quién que sea mexicano con más de 30 años no vio alguna de las espectaculares imágenes realizadas por don Jesús Helguera colgadas en la sala de la abuelita, la oficina del doctor, el taller mecánico o el local del carnicero?
Incluso hoy se pueden encontrar sus célebres calendarios en algunos de los puestos de periódicos diseminados por el Centro Histórico de la Ciudad de México para que los conozcan las nuevas generaciones.
Don Jesús Helguera inmortalizó leyendas e íconos de la cultura mexicana en imágenes de trazo exquisito que, sin embargo, fueron poco valoradas en su tiempo.
Él era admirador fiel de grandes muralistas mexicanos como David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, pero durante décadas su obra no fue reconocida como parte del legado artístico de México porque la hacía por encargo: la Cigarrera la Moderna entregaba año con año un guión en el que le especificaba tema, personajes a representar y elementos componentes de los cuadros que tenía que hacer y Helguera interpretaba las órdenes y les imponía su propio sello.
Su estilo, además, fue calificado como kitsch por las élites culturales del México de mediados del siglo XX.
No fue sino hasta 1980 que se le hizo justicia a su obra con una gran exposición en el Museo de Bellas Artes de la Ciudad de México, y desde entonces los óleos que dejó han sido admirados en distintos puntos del mundo.
Por su parte, José Pablo Moncayo vivió poco, apenas 46 años. Nació en 1912 y murió en 1958. Sin embargo, ese tiempo fue suficiente para que él dejara legados importantes para nuestro país, entre los cuales, sin duda, el más célebre es su pieza Huapango que sigue siendo estandarte de México en el mundo.
¿Qué mejor manera entonces de celebrar este Mes Patrio mexicano que exponiendo la obra de estos dos artistas que son verdaderos patriotas?
Les advierto que invitarlos a disfrutar de las imágenes de don Jesús Helguera escuchando de fondo el Huapango de Pablo Moncayo fue la intención inicial de este artículo, pero si se animan a emprender el viaje, prepárense a sentir que se les enchina la piel y les corren lágrimas de emoción… es casi inevitable.
Así sí, ¡Que viva México!

























* Elegí bajar la versión de Huapango dirigida por el venezolano Gustavo Dudamel, porque era la que mejor se escuchaba de las versiones ofrecidas en YouTube.