sábado, agosto 07, 2010

Y los periodistas tomaron la calle

Doce y veinte del día. Llego tarde a la cita que estaba acordada a las 12:00 en punto del sábado 7 de agosto del 2010 en el Ángel de la Independencia, ubicado en el centro de la Ciudad de México.
Para colmo, me bajo del camión una glorieta antes de lo que debí haberme bajado. Pero pienso con optimismo: “vine a caminar, ¿no?, así que, ¡andando!”.
Desde lejos, puedo ver que en la parte baja del Ángel ya está esperando un nutrido grupo de compañeros periodistas, y sonrío.
Algunos llevan sus instrumentos de trabajo: cámaras, grabadoras, libretas, micrófonos. Supongo que van a jugar el doble rol de manifestantes y profesionales de los medios de comunicación. No tardo mucho en darme cuenta que mi suposición era cierta.
Yo voy sin nada, esta vez sólo vine de manifestante, sin nombre y sin medio que me avale. Me pregunto si habrá entre los compañeros alguien que me recuerde. Después de todo, llevo un par de años sin pisar la redacción de un periódico, haciendo trabajos free lance desde mi casa; me condené a mí misma al anonimato (y después me condenó el desempleo en los medios, cabe señalarlo).
Además, la mayor parte de mi carrera la desarrollé en secciones de espectáculos, es decir, en una fuente no peligrosa. Porque hay que decirlo, los que cubrimos la farándula recibimos bofetones, jalones de pelo, empujones, incluso amenazas, pero que yo sepa hasta hoy no se ha sabido de ninguno que haya sido secuestrado o asesinado por su labor periodística… y quizá los únicos que se dieron cita en la marcha son los que saben que corren peligro.
"¿Y entonces qué hago yo aquí?" Me pregunto mientras sigo caminando hacia el Ángel de la Independencia.
Y de inmediato me respondo como lo he hecho los últimos días desde que se anunció que periodistas mexicanos marcharían para exigir las reglas mínimas de seguridad para cumplir con su labor informativa: “Estoy aquí, primero, porque soy hija de un periodista que en algún tiempo fue columnista político y sufrió un par de amenazas de muerte que lo afectaron a él y a su familia; y estoy aquí, sobre todo, por apoyar a mis compañeros y porque creo que esto es un primer paso para exigir un mejor trato en general para los periodistas mexicanos. Nos hace falta”.
Pero por si todavía lo dudo, me convenzo de que he hecho lo correcto cuando llego al Ángel y, antes de arrancar la marcha, los organizadores leen los nombres de periodistas asesinados o desaparecidos en este país en los últimos años. Se me hace un nudo en la garganta mientras los van nombrando. No se vale seguir así.
Un compañero que me conoce desde hace años me saluda y me da una pancarta con el rostro de uno de los tantos periodistas desaparecidos. Cuando arranca la caminata, levanto lo más alto que puedo esta imagen. Que no se olviden estos rostros, que su muerte no haya sido en vano.
Después, camino, camino y camino, a lo largo del Paseo de la Reforma, como otra cualquiera de los que estábamos ahí. Nadie grita consignas porque desde días atrás los organizadores habían anunciado que sería una marcha silenciosa.

De hecho, al arrancar la caminata, nos habían pedido silencio absoluto, ¿pero cómo pedir silencio a quienes fueron educados para comunicar? Por el camino, es inevitable saludar a los amigos y bromear como hacemos siempre: “Creo que los de las cantinas ya nos reconocieron y están haciendo cuentas del mucho dinero que van a ganar hoy con nosotros”, dice una voz por ahí. “No somos uno, no somos diez, prensa vendida, cuéntanos bien”, dicen otros, bromeando con la vieja consigna, tan común en este tipo de manifestaciones, y en la que los periodistas siempre quedamos mal parados.
Hay unos pocos rostros conocidos entre los manifestantes. Caras que se han vuelto célebres por su trabajo periodístico a través de los medios electrónicos o la prensa escrita, como Ricardo Rocha y Epigmenio Ibarra. Pero por lo demás, lo que hay aquí es la tropa (como ya había pronosticado un articulista en días pasados); es decir, reporteros, fotógrafos, editores, coeditores, los de nombres que aparecen todos los días en los periódicos, el radio y la televisión, pero también los de caras no conocidas por el púbico en general.
Marchan, sí, los de la infantería, los que se las tienen que ver cara a cara con la violencia todos los días; los que, dicho coloquialmente, reciben “los madrazos”. No hay directores ni dueños de periódicos, televisoras o radiodifusoras. Nadie va identificado por su medio. Somos periodistas nomás, un grupo de profesionistas como cualquier otro.


Y justamente ahí radica la razón de la marcha ¿Quién si no la tropa era la que tenía que alzar la voz y pedir una protección que nunca ha tenido? Ya lo dijo la organización Reporteros sin Fronteras: México es uno de los países donde es más peligroso ejercer el periodismo actualmente, y es la tropa quien puede dar cuenta de ello.
Por el otro sentido de Paseo de la Reforma algunos coches nos pitan. Uno nos mienta la madre a claxonazos. Los demás, nos regalan la clásica tonadita de apoyo e incluso nos gritan algo que no alcanzo a distinguir.
Mientras marcho, con el sol cayendo a plomo y sudando la gota gorda, noto a lo lejos (como la mayoría de mis compañeros) una manta enorme y colorida. En ella están los rostros de los periodistas Ciro Gómez Leyva, Carlos Marín, Pablo Hiriart y Pedro Ferriz, ampliamente conocidos por el público mexicano y, por supuesto, por los que están marchando.
Sobre las fotografías, hay un aviso: Se buscan. Debajo, los cuatro son llamados “peligrosos pseudoperiodistas”.

Supongo que cada quien saca sus propias conclusiones ante ese letrero. Yo, por mi parte, lamento, por lo bajo, que la prensa mexicana tenga esta imagen de ser manipuladora y favorecedora del sistema político gobernante, porque eso hace que el público mire para otro lado cuando los periodistas (los de la tropa y no los de nombres famosos) son víctimas de la violencia. Otra vez, no se vale.
Sigo caminando. De pronto, ya estamos en la Secretaría de Gobernación, que es a donde se dirigía la marcha. No me siento cansada, no sentí largo el trayecto. A pesar de haber llegado sola, me sentí acompañada todo el tiempo entre estas caras conocidas, entre tantos amigos a los cuales no veía hace tiempo.
En el edificio de la Secretaría no hay nadie esperándonos. Después me enteraré en los periódicos que Gobernación quitó las vallas con que las que tradicionalmente protege su edificio cada vez que se lleva a cabo una marcha. Quizá fue para dejar pasar a los periodistas, o quizá fue por flojera de ponerlas, ¡vaya uno a saber!
A gritos, los compañeros que están al frente nos piden a los demás que si llevamos pancartas las entreguemos a fin de que puedan colgarlas en la reja del edificio. Así lo hacemos. Momentos después, ya todo está tapizado con las consignas y las imágenes que se portaron en esta manifestación.


De pronto, se escuchan aplausos. Todos sabemos que se cumplió la misión y estamos contentos; sin embargo, inmediatamente después hay un pequeño momento de desconcierto; los compañeros nos miramos unos a otros sin saber qué debemos hacer ahora. Llegamos a nuestro destino, ¿qué sigue?
Y entonces, entre los cerca de mil periodistas que están ahí surge un grito que desafía la intención de que la marcha fuera silenciosa: ¡Ni uno más!, y el grito se va reproduciendo en todas las gargantas, ¡Ni uno más!, y algunos levantan el puño en señal de que, en verdad, no están dispuestos a tolerar más agravios, ¡Ni uno más!, y en medio de todo se siente una hermandad única, la de los periodistas que generalmente no nos atrevemos a salir a las calles a otra cosa que no sea trabajar y ahora estamos ahí, exigiendo, ¡Ni uno más!
Enseguida, alguien más empieza a entonar el Himno Nacional mexicano y muchas voces, quizá todas, se unen.
El Himno acaba. A través del altavoz, nos dan las gracias y nos despedimos los unos de los otros.
Después de aquí, sabemos que hay muchos caminos por andar, no sólo lograr la protección para este grupo de profesionistas que ha sido tan golpeado desde siempre, sino mejores salarios y mejores condiciones en general. Pero lo importante es lo que aprendimos hoy, no estamos solos.