lunes, abril 27, 2009

Influenza, el ataque de la sinrazón


Hace 24 años, la Ciudad de México, mi cuna y mi gran amor, me enseñó la importancia de no perder la calma en medio de una crisis.
Era 19 de septiembre de 1985 cuando un terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter azotó la capital mexicana con tal furia que echó abajo edificios y acabó con la vida de miles de personas.
A mí me tocó vivir la experiencia a sólo unas cuadras del Nuevo León, un edificio que se vino abajo con muchas personas adentro. Pero además, toda mi familia vivió la tragedia en zonas que quedaron devastadas: A mi madre y a mi hermano les tocó presenciar la caída de un edificio; mi padre tenía su negocio en una zona rodeada por un hotel, una oficina de gobierno y una escuela que se derrumbaron. Mi abuela estaba a unos pasos de Izazaga, una de las calles que se vio más afectada por el desastre.
Tan sólo unas horas después del terremoto, yo sentía un terror difícil de describir. No quería separarme ni un segundo de mi familia, consciente, como estaba, de que estuve a punto de perderla.
Sin embargo, al día siguiente, salí un rato a la calle a convivir con mis amigos (animada por mi madre que quería que me distrajera) y fue ahí donde me tocó el segundo temblor. No recuerdo mucho de lo que sucedió alrededor pero nunca olvidaré mi reacción: empecé a gritar, primero suavemente y después con furia, hasta llegar a un punto en el que me era imposible escucharme a mí misma. Me había dado un ataque de histeria como nunca he vuelto a tener otro en mi vida.
Entonces, de la nada, apareció ante mí un paramédico. No recuerdo su rostro, pero sí que trató de tranquilizarme primero con palabras y finalmente con una bofetada que me trajo de regreso a la realidad. Ese paramédico iba en camino a uno de los edificios colapsados para rescatar a las víctimas, gente que de verdad estaba sufriendo una tragedia y no como yo, que lo único que tenía era un miedo irracional. Me sentí avergonzada, ridícula, por haberle quitado valiosos segundos a una persona que estaba ocupándose y no sólo preocupándose por el desastre.
Al día siguiente, en silencio, con un carrito de supermercado al que yo le había puesto algunos víveres, me salí a la calle, a recolectar alimentos y medicinas para ayudar. Ayudar y no estorbar es lo que decidí hacer entonces y en cualquier crisis venidera.


26 de abril de 2009. Ciudad de México


En medio de un cielo azul, el sol brilla en todo su esplendor y cae a plomo sobre las eternas venas de pavimento de esta gran metrópoli. En otro tiempo, este es el tipo de días en que la gente sale a la calle con ropa ligera y una gran sonrisa, animada por el buen clima.
Hoy no es así. La tristeza vaga por ahí, junto con el airecillo tibio que alborota los árboles. Las familias salen a la calle sólo a lo esencial y en todos los rostros, cubiertos en su mayoría por tapabocas, se pueden observar miradas temerosas, tristes, preocupadas.
No se nos puede culpar. Hay un brote de influenza porcina que obligó a las autoridades a suspender las clases en todas las escuelas de la capital mexicana, del vecino Estado de México y de San Luis Potosí, y este hecho sin precedentes habla por sí mismo: los “chilangos” sabemos, sin que nos lo repitan, que estamos en medio de una emergencia sanitaria.
Hace casi 100 años, en 1918, la influenza española que atacó al mundo entero también hizo su arribo a México. En mi familia el hecho se recuerda especialmente, porque mi abuelo paterno perdió a su primera esposa y dos hijos en las garras de esta epidemia que mató a millones en el mundo.
Muchos de los habitantes del DF no conocen este dato, pero tampoco necesitan saberlo para alarmarse. Para eso está la televisión, los periódicos, los medios de información todos, que como suele pasar, han sacado jugo de este asunto: Cada segundo los comentaristas vociferan al respecto, hablan de “muerte”, “crisis”, “epidemia” con una soltura e insistencia que, inevitablemente, inocula miedo.
La tecnología tampoco ayuda. En las redes sociales, los “chilangos” (habitantes del Distrito Federal), tan dados como somos a la risa fácil, hacíamos bromas el viernes sobre la famosa influenza. Hoy la cosa es distinta. Estamos, por un lado, los que criticamos la histeria colectiva que se ha generado alrededor de esta enfermedad, y hay quienes pretenden que seamos “responsables” y tomemos las cosas con más preocupación y menos crítica. Las posiciones se polarizan.
Como sucede en todas las crisis, la información de hace 10 minutos de contradice con la que se está generando en este momento, ya no sólo en México, sino en el mundo entero, porque los brotes de influenza han empezado a reproducirse en otros países. He leído, por ejemplo, periódicos españoles que dicen que entre los síntomas de esta enfermedad se incluye, nauseas, mareo, diarrea y vómito. Sin embargo, en México, las autoridades de salud lo han repetido varias veces en los últimos días: los síntomas de la enfermedad son fiebre muy alta, dolor de cabeza intenso, dolores musculares, cansancio, escurrimiento nasal y tos. ¿Quién tiene la razón?
Pero es aquí que la histeria no nos deja llegar a conclusiones sensatas, escuchar con reservas las noticias para después obtener una opinión propia: En las primeras horas en que los mexicanos fuimos alertados de la presencia de la enfermedad en nuestra capital, se dijo que sólo los enfermos necesitaban usar cubrebocas, y sin embargo, éstos se han vuelto la prenda de moda en la Ciudad de México y están agotados en todas las farmacias, por lo que si un enfermo llega a necesitar uno y no pudo conseguirlo a tiempo, se va a convertir en un foco de infección real.
También se ha pedido a toda la población que no acuda a los centros de salud a menos que tenga síntomas asociados con la influenza, y sin embargo, la gente hace largas filas afuera de los hospitales, impidiendo la atención inmediata de quienes sí están enfermos; se ha indicado que no consumamos medicamentos a menos que estemos enfermos (y después de consultar al médico) y sin embargo, las farmacias han agotado sus reservas de medicinas contra la influenza.
La histeria colectiva nos está ganando.
Llevamos tres días de que se anunció oficialmente el brote de influenza en la Ciudad de México y muchos ya estamos agotados. A mí se me quitaron las ganas de salir a la calle, de comentar lo que está sucediendo y de abrir la puerta de mi casa, no por el miedo a la enfermedad sino porque me doy cuenta que a mucha gente no le sirvió la lección que recibimos en 1985 en cuanto a la manera de afrontar una crisis. Llamar a la calma y a la sensatez es inútil. Parece que mucha gente siente un placer malsano ante esta situación por su parecido con los escenarios apocalípticos de las películas de Hollywood.
¿Que si yo no tengo miedo de que la influenza me enferme o enferme a alguno de mis seres queridos, especialmente a mis hijos? Por supuesto que lo tengo, como todos. Pero no me pienso comprar un medicamento o hacer cita con el médico cuando sé que puede haber un enfermo que esté necesitando esos productos o esos espacios.
Ayudar y no estorbar, sigue siendo mi consigna.

lunes, abril 20, 2009

Símbolos patrios mexicanos: No tocar

Cada vez que México extiende una queja internacional por el uso indebido de sus símbolos patrios, me ha tocado leer a periodistas del mundo sorprendidos por el exceso de sensibilidad que muestra mi país ante estos temas.
El más reciente caso se dio el 14 de abril pasado, cuando el embajador de México en España, Jorge Zermeño Infante, envió una carta al director de Burger King en aquel país para quejarse por el uso indebido de la bandera mexicana en el anuncio de una nueva hamburguesa de esta cadena de restaurantes.
En el citado anuncio aparece un hombre alto, rubio, vestido de vaquero al lado de un hombre visiblemente más pequeño, moreno, con una máscara de luchador y un sarape con los colores y el escudo de la bandera mexicana.


En un primer momento, se creyó que la queja de Zermeño tenía que ver con un mal entendido orgullo de los mexicanos que pensaban que el hombre pequeño y moreno era un cliché sobre ellos mismos.
Sin embargo, Zermeño había aclarado en su misiva que la queja no tenía que ver con el mexicano que aparece en el anuncio, sino con el uso de la bandera:
"El aprecio y respeto por nuestra bandera es tal que en México existen normas legales claras que establecen el buen uso que se debe dar a nuestros símbolos patrios".
El antecedente más inmediato de este problema ocurrió hace dos años, cuando Paulina Rubio apareció en la portada de la edición española de la Revista Cosmopólitan cubriendo su cuerpo desnudo con la bandera tricolor, lo cual provocó un escándalo que obligó a la cantante mexicana a pedir disculpas públicas.
En aquel entonces, el blog Enigmas press mencionó al respecto: “Aquí en Venezuela la cosa es un poco diferente. La mujeres utilizan la bandera de sostén y de pantaletas. Los hombres de interiores. La ponen al revés. Le quitan una estrella. La hemos visto quemándola”.
Y sí, no sólo en Venezuela sucede. En general, en el mundo entero es práctica común usar las banderas en casi cualquier tipo de situación sin que los distintos gobiernos se quejen por ello.

¿Por qué entonces los mexicanos somos tan delicados hacia nuestros símbolos patrios?
Sin afán de justificar la actitud de mi país, me puse a reflexionar en busca de una respuesta más o menos coherente del porqué los mexicanos nos mostramos tan sensibles con el uso de nuestra bandera.
Como bien dijo Zermeño en su carta a Burger King, en México existen reglas legales que establecen que cuando se usa la bandera mexicana (así como su escudo y el himno nacional) ésta no debe presentar alteraciones, y debe dársele un trato respetuoso.
Se pueden usar los colores verde, blanco y rojo en la ropa, sí. Pero nunca la bandera completa, con todo y escudo.
El fondo del problema, sin embargo, es el mal entendido nacionalismo con el que nos educan a los mexicanos.
No nos dicen que debemos exigir mejores condiciones de vida a nuestros gobiernos. Tampoco nos educan para defendernos de los villanos que tenemos en casa ni de la corrupción, la inseguridad, el fraude o la desigualdad. Sin embargo, nos pasamos la infancia escuchando que nuestra bandera, nuestro escudo y nuestro himno nacionales son intocables, los símbolos que nos unifican como pueblo y nos dan identidad en el mundo entero.
En México, año con año, los niños de nivel primaria participan en concursos de cuento y leyenda sobre los símbolos patrios, y hay un día dedicado a la bandera (el 24 de febrero), en el que usualmente se nos recuerda su historia y su significado.
Crecemos también oyendo la historia de los Niños Héroes, seis jóvenes militares que lucharon contra el ejército estadounidense, uno de los cuales (Juan Escutia) se lanzó al vacío desde el punto más alto del Castillo de Chapultepec envuelto en la bandera mexicana, para impedir que los invasores hicieran suyo el lábaro. De niños, es lógico que esta historia nos deje conmocionados y con la moraleja de que se debe pelear con uñas y dientes por la defensa de nuestros símbolos patrios.
Y así es, los mexicanos saltamos ante el menor intento de que se dé un mal uso a nuestra bandera, nuestro himno o nuestro escudo, más por el condicionamiento mental que traemos desde la infancia que por una verdadera conciencia.
No nos importa en cambio, que se burlen en el extranjero de nuestros políticos o cualquier tipo de personalidad pública mexicana, como sucedió en el capítulo de South Park en donde se exhibe a Felipe Calderón, el sujeto que hoy por hoy se ostenta como presidente de México.

Y de hecho, a mí me parece lo más saludable que no nos importe. ¿Por qué tendríamos que defenderlos?

Si acaso, la queja debería estar encaminada a criticar la gran desinformación que existe en casos como éste (porque habría que explicarles a los creadores de esta serie animada que los parques acuáticos no fueron una decisión del fulano de quien decidieron hacer una sátira sino del gobierno de la Ciudad de México).

Pero no hay quejas, aquí no se dice nada. La bandera aparece pero no en una situación comprometedora, así que para qué decir algo.
¿Que la actitud de los mexicanos es incongruente? Se lo dejo al criterio de cada quien.

sábado, abril 18, 2009

Un meme de mamá


Este meme me lo encargó mi querida Vania hace unos días.
Ella lo respondió en su blog Cápsula del Tiempo tras conocer el dato de una bloggera canadiense (Catherine Connors), quien tuvo la iniciativa de lanzar un meme con la siguiente pregunta: "5 cosas que te encantan de ser mamá". La idea de Catherine, explica Vania en el maravilloso texto que escribió como resultado, “es juntar diferentes versiones y visiones de mamás de diferentes países del mundo sobre este tema”.
Yo, declarada admiradora de la pluma de Vania, quien es capaz de condensar en unas líneas el sentir cotidiano de las mujeres contemporáneas, decidí cumplir con entusiasmo su encargo de responder a este meme.
Pero ¿qué creen? Justo las vacaciones de mis hijos y las múltiples cosas en que me veo inmersa cuando los tengo en casa me habían impedido sentarme en la máquina y tratar de concentrar la atención más allá de unos minutos.
En fin, como dice el dicho, no hay plazo que no se cumpla, así que aquí les va mi listado.

Cinco cosas que me gustan de ser mamá:
1) Ser mamá me ha obligado a retarme a mí misma en más de una ocasión. Por ejemplo, cuando era adolescente mi mamá decretó, no sin un dejo de tristeza en la voz: “Hija, no eres buena para las manualidades. Heredaste la torpeza de tu abuelita”. Y yo lo acepté, como quien acepta cualquier mal sino que le haya tocado en la vida.
Sin embargo, gracias a mis hijos comprobé que el decreto de mi mamá era una percepción de ella. Desde que entraron a la escuela he aprendido a hacer una lapicera decorada con estampitas, disfraces para todo tipo de ocasión; bastones, pulseras y otros accesorios que los “creativos” profesores de mis hijos solicitan para los festivales escolares, y toda clase de adornos para el Día de Muertos y Navidad.
No siempre el resultado es tan bueno como yo esperaría, claro, pero nadie puede culparme de no haber intentado superarme por amor a mis retoños.
Todavía no le entro a la carpintería, herrería y trabajos que requieran conocimientos sobre electricidad… pero estoy segura que no falta mucho para que me vea obligada a hacerlo.

2) Estoy repasando con entusiasmo cada uno de mis años escolares. Quién lo diría. Yo, que siempre renegué de las tareas y las clases y que de buena gana hubiera hecho arder en una fogata mis libros de escuela en más de una ocasión, ahora estoy repasando la primaria y a punto de entrar a la secundaria nuevamente, y lo mejor de todo es que lo estoy disfrutando y aprendiendo cosas nuevas.
Además, me emociono con los eventos de cada día en la escuela de mis hijos: “Que si fulano ya le contestó a la maestra”, “que si mengano le pegó un chicle a la falda de zutana”, “que si perengano y mengana son novios”.
Por suerte, todavía no me llega la nostalgia al punto de querer ser niña nuevamente. Ser mamá no me ha hecho olvidar que este periodo, por más que todos digan que es uno de los más bellos de la vida, también tiene su lado B.

3) Estoy “in” gracias a mis hijos. La verdad estoy segura que si no fuera por mis retoños tendría pocas oportunidades de estar al tanto de absolutamente todo lo que les gusta a los niños y jóvenes en la actualidad.
En cambio, hoy por hoy estoy segura que podría sostener una amena charla con un grupo de niños o adolescentes acerca de los últimos capítulos de Bob Esponja, los atractivos de la película Dragon Ball, los videojuegos más llamativos, el juguete que todos quieren, la música más “chida” y los últimos códigos que se han inventado para mandar mensajes por celular o vía Messenger.
Lo que me preocupa a veces es que cuando trato de platicar con gente de mi edad, sobre todo aquella que libremente decidió no tener hijos, resulta que estoy tan “in” que no logró hacerme entender por los adultos. Pero todos me tienen paciencia.

4) Me siento la mujer más hermosa del mundo. No sé hasta qué punto este sea un sentimiento exclusivo de las mamás que sólo tenemos hijos varones, pero puedo decir que los mejores piropos (los más honestos) que he recibido a lo largo de mi vida son de mis hijos.
A veces, cuando menos me lo espero, me dejan el corazón pequeñito con un “¡Qué hermosa te ves, mami!” o “¡Qué bien huele tu pelo!”.
Por supuesto, son tan honestos que en más de una ocasión me han hecho correr al baño cuando me preguntan “¿Por qué te peinaste de esa manera tan rara?”, “ese vestido no está muy bonito ¿no?”.
Pero bueno, al menos sé que ellos son mi mejor espejo.

5) Han conseguido que me enamoré más de mi marido. Cada día, cuando veo a mis hijos, me emociona darme cuenta de todo lo que tienen (heredado o aprendido) de mi esposo. Y no me refiero sólo a las cosas buenas.
Me gusta, sí, ver los rasgos de mi marido en las caritas y los cuerpos de mis hijos. O ver virtudes como la bondad y la empatía de mi marido hacia los demás, repetidas en mis retoños.
Pero también me río mucho cuando veo que se enojan como él, que tienen sus mismas manías y que les molestan las mismas cosas que a su papá.

En fin, éstas son sólo cinco cosas que me gustan de ser mamá. Confieso que me costó un poco de trabajo llegar a estas conclusiones, porque a veces uno no se da cuenta de ellas por lo vertiginoso que resultan los días cuando uno está criando a un par de hijos.
Sin embargo, momentos de reflexión como éste son los que nos permiten darnos cuenta que no es un decir: ser mamá es un gran privilegio.

Ojalá este meme lo puedan contestar más mamás. Especialmente Angie, que sé que es una súper mamá.

domingo, abril 12, 2009

¿Se debe teorizar la seducción?

Hace unos meses, Discovery Channel anunció con bombo y platillo un programa sobre “el arte de la seducción”, el cual pretendía aclarar el porqué algunas personas resultan más atractivas que otras y cómo intervienen cuestiones visuales, físicas y químicas en aquello que conocemos, simplemente, como sensualidad.
Esperé durante semanas la emisión, que duraría dos horas, según el anuncio. Sin embargo, no pude verla completa, porque a poco más de la mitad del programa concluí que hay cosas que simplemente no pueden explicarse de manera científica sin caer en teorías sin sentido.
Me pareció que las explicaciones aportadas por los distintos científicos que consultó Discovery Channel parecían más destinadas a profundizar la discriminación ya de por sí existente en la humanidad que a arrojar luz sobre asuntos que no nos quedan del todo claro.
El programa arrancó bien. Empezó por decir que el atractivo de una persona residía, en primera instancia, en el rostro.
Varios voluntarios participaron en distintos estudios cuya conclusión fue que mientras más simétrico resulta un rostro, femenino o masculino, más atractivo se vuelve a los ojos de los demás.



También se dijo que un elemento importante del atractivo de una persona era la voz. Aquí empecé a tener problemas con este asunto. Según los estudiosos, a las mujeres nos gustan los tonos de voz grave en los hombres, lo cual, acepto, es una realidad; aunque me parece que no porque un hombre carezca de una voz de trueno necesariamente resulta menos atractivo.
Sin embargo, mi verdadero desacuerdo inició cuando en el programa se aseguró que los hombres consideran a una mujer más atractiva mientras más agudo es el tono de su voz. Tras diversos experimentos, presentados en la emisión, los científicos concluyeron que una voz femenina aguda es percibida por los hombres como síntoma de juventud y buena salud. La cosa es que a lo largo de mi vida he escuchado a muchos hombres quejarse de las voces chillonas de algunas mujeres.
Claro, mientras veía el programa, y para no desilusionarme a la primera, me dije que tal vez yo tenía la idea de que la voz aguda de las mujeres no resultaba tan atractiva como se decía porque mi voz es profunda y grave. Pensé: a mí muchos me han dicho que sueno sensual, pero quizá me decían eso como un acto de simple cortesía, porque tampoco me van a decir que sueno como camionero borracho, ¿no es así?
Después, en la emisión se habló de la importancia de un cuerpo estético, de una piel que luzca saludable y hasta de un modo de caminar seguro, que, según los científicos, resultan atractivos porque son indicativos con los que las hembras le decimos a los machos: “estoy lista para procrear”, mientras los machos nos mandan el mensaje de “seré un buen proveedor y sacaré adelante a la familia”.
Ustedes perdonarán, pero llegado este punto yo me sentí verdaderamente incómoda con el programa de Discovery. Mientras escuchaba todos los “fundamentos científicos” con los que se pretendía demostrar que el atractivo reside en la capacidad femenina de procrear y la masculina de proveer, sentí que habíamos retrocedido mil años en los avances sociales que ha tenido la humanidad.
¿Qué pasa con las personas que conscientemente no quieren tener hijos?, me pregunté. ¿Acaso el instinto de todos modos los lleva a fijar su atención en aquellos que están listos para procrear-proveer?
Más aún: ¿Qué pasa con mujeres como Victoria Beckham, tan delgada como una varita, cuyo cuerpo no tiene esas caderas voluptuosas que indiquen que traerá al mundo una prole saludable y, sin embargo, se consiguió a uno de los hombres más guapos del mundo?

¿De verdad la cuestión del atractivo reside en un instinto tan animal?
Mi molestia subió de tono un poco más adelante, ante un experimento con el que los estudiosos del tema pretendían explicar el mecanismo de la seducción.
Para empezar, se eligió a 10 hombres y 10 mujeres a los cuales se les vistió, según el programa, de manera “neutral”, aunque esto se refiriera a un overol ajustado al cuerpo que, de entrada, dejaba entrever quién tenía una silueta mejor formada.
A cada hombre y a cada mujer se le dotó con un número, que indicaba el atractivo que tenía. (Si esto no se llama discriminación, no entiendo qué). El uno, era el menos agraciado; el 10, el más guapo.
A hombres y mujeres los acomodaron en filas paralelas de acuerdo a su grado de fealdad. Todos sabían dónde estaban los guapos y dónde los feos.
En un determinado momento, a todos se les hizo caminar por un salón y elegir “libremente” a quien les resultara más atractivo.
¿Qué creen que pasó? ¿Acaso el "feíto" andaba de suerte y ese día se consiguió a las mujeres más suculentas?
Pues claro que no, los guapos se fueron con los guapos, los “feos” hicieron su intento con los guapos y al final, cuando los menos agraciados se dieron cuenta de su mala suerte para ligarse a “los más populares”, acabaron aceptando, por eliminación, a los otros menos agraciados.
¿Cómo puede uno creer en la veracidad de un experimento que inicia con tal cantidad de prejuicios sobre los sujetos de estudio?
Pero el verdadero colmo, para mí, llegó cuando el programa decidió enfocarse en el que “verdaderamente es el atractivo más importante del hombre”.
Sí, sí, puede tener una voz divina, un cuerpo de Adonis, una piel saludable y un rostro simétrico, pero si no da muestras de que tiene la cartera repleta y un coche que señale su capacidad económica, no tendrá “pegue” ni en un millón de años.
“¿Qué, qué?”, me dije.
Para acabarla, ilustraron esta parte del programa con un fulano horrible, con cara de pandillero, que se había conseguido a una mujer muy suculenta pero terriblemente vulgar, tan sólo por su enorme camioneta que demostraba cuán macho era.
Ya en este punto, y medio segundo antes de apagar la tele, llegué a la conclusión de que generalizar es el peor de los defectos de la humanidad.
En gustos se rompen géneros, dice el dicho. Habrá a quien le gusten los hombres de voz aguda, las mujeres de voz grave, los sujetos clase media pero inteligentes y los niños ricos tontos.
En la variedad está el gusto, no cabe duda, y como diría mi abuelita, “siempre hay un roto para un descosido y una media sucia para un pie podrido”.
Por eso, la seducción mejor vivirla que teorizarla ¿no creen?