martes, julio 22, 2008

El macho y su hembra

Los vi y mis ojos no daban crédito. En realidad, no entiendo el porqué de la impresión. En el caso de él, no se trata de un gran artista, aunque así lo haya querido vender el star system de mi país, ni mucho menos podría decirse que es una persona digna de ejemplo.
Lo más que podría reconocérsele es esa capacidad de tratar como títeres a los medios: se esconde usualmente entre gorilas disfrazados de guardaespaldas para que no lo tomen las cámaras ni lo entrevisten en momentos que le resultan incómodos, pero por otro lado, cuando siente que la prensa ya no habla de él lo suficiente, filtra fotografías donde aparece con mujeres despampanantes o en lugares exóticos, como para alimentar esa aura de playboy que ha creado tan cuidadosamente.
Los medios, por su parte, siempre acaban siguiéndole el juego, y aun cuando siempre ofrece lo mismo en su carrera como cantante, consideran que es casi un privilegio entrevistarlo. No les importa, claro está, que no se puedan obtener de él más que un par de declaraciones con algo parecido a la sustancia.



Ella, por su parte, es una mujer bellísima: cuerpo sinuoso, ojos expresivos, cabellera castaña que cae suavemente sobre su espalda dándole un toque de sensualidad. Pero nada más. La única verdad es que por más que quisieron venderla como una diva, su talento nunca le alcanzó para pasar de ser una actriz de medio pelo.


La foto que causó mi sorpresa, sin embargo, no es ninguna de las que acaban de ver. Estaba en el Hola! mexicano, una revista de sociales que anunciaba con bombo y platillos que la pareja esperaba la llegada de su segundo bebé.
Debo decir en mi defensa que de entrada me resistí a hojear la citada publicación, como me resisto siempre que veo alguna página en donde aparece la estampa de este par.
Sin embargo, por cuestiones de trabajo, no pude evitar escuchar los comentarios de los programas mexicanos de chismes: “¡Pero como es posible!”, decían falsamente alarmados los conductores, “Luis Miguel se ha dedicado en los últimos meses a pasearse y dejarse fotografiar en compañía de otras mujeres y aún así Aracely Arámbula se presta para dar esta noticia”.
Y la curiosidad mató al gato, dice el dicho, así que, finalmente hojee la citada publicación.
Debo decirles que las fotos de la revista a la que hago referencia no pueden ser bajadas aquí sin el riesgo de exponerse a una demanda por derechos de autor, así que trataré de ser descriptiva.
En términos generales, las fotos que se tomaron para ilustrar el escueto artículo sobre esta pareja podrían haber sido realizadas en la época de la Revolución Mexicana: Lo que proyectan es la imagen de una familia con un padre muy macho que tiene a su mujer siempre un paso detrás de él.
La mujer, a su vez, mira cándidamente a la cámara, mientras muestra el vientre cargado con un nuevo hijo.
Por su parte, el único hijo de la familia, claro orgullo del padre por haber sido varón y por lo tanto una garantía de que se preservará su linaje, luce inocente en medio de su clan.
En su totalidad, el mensaje que busca proyectar la sesión de fotos entera es la parte más rancia del conservadurismo mexicano.
Pero lo que verdaderamente me pareció desastroso fue una foto en la que aparece Luis Miguel de pie, elevando a su hijo con todo lo largo de sus brazos, mientras Aracely Arámbula, hincada en el piso, mira extasiada a sus dos hombres.
Que no se me malinterprete. No estoy molesta por un arranque feminista. Tampoco me importa denostar a Luis Miguel ni defender a Aracely Arámbula, a pesar de que esta semana se corrió el rumor de que la actriz había firmado un contrato con su ex pareja (porque todo el mundo sabe que ya no hay nada entre ellos) en el que se estipulaba que ella ya no podría tener hijos con otro hombre, se le prohibía mantener relaciones amorosas en público y se le obligaba a comprometerse a tener tres hijos con el cantante, mientras él tenía el derecho de mostrarse en público con cuantas mujeres le diera la gana.
Cada quién sabe con cuanto dinero y por qué se deja comprar de esa forma tan humillante, digo yo. Y por mí, ella es libre de hacer lo que quiera.
Lo verdaderamente penoso, en mi opinión, es que imágenes como éstas se hagan públicas.
Es muy grave que la humillación humana, cualquiera que esta sea, merezca una sola página de cualquier diario o revista.
Lo terrible es que en una sociedad como la mexicana que aún no se puede sacudir muchos prejuicios se sigan fomentando este tipo de estereotipos del macho dominante y la hembra sumisa.
Señores, por aquellos que no se hayan enterado, ya estamos en pleno siglo XXI.

sábado, julio 12, 2008

La de los buenos modales


A veces, como hoy, me dan unas ganas profundas de olvidar los buenos modales
Los aprendí de niña, de la voz de mis padres, en cantaletas que a su vez ellos habían oído de los suyos. No empujes, decían. Pide permiso, decían. Cede el asiento cuando es una persona mayor, un discapacitado o una mujer embarazada o con un bebé, decían. Respeta el espacio de los demás, decían. Pide las cosas de una forma cortés, decían.
Ahora, traigo ese chip insertado en el disco duro y resuena casi a cada momento de mi vida. Lo repito, además, como una letanía, en los oídos inocentes de mis hijos. Sin embargo, hay días que quisiera arrancarlo y aprender a ser la niña maleducada que mis papás se esforzaron por no tener.
Hoy, por ejemplo, me levanté de buen humor. No me dormí los “10 minutitos más” que le solicito a mi marido cada mañana como un acto de clemencia y que generalmente me atrasan de media hora a 45 minutos. Además, el desayuno me supo delicioso y estaba segura de que no había nada que pudiera salirme mal a lo largo del día, porque mi actitud esta mañana era realmente positiva.
Para ponerme de mejor humor, mi marido decidió tomar hoy la misma ruta que yo y, por lo tanto, tendría su agradable compañía en todo el trayecto.
Salimos a la calle. Hacía frío y el cielo estaba nublado, un clima que generalmente me deprime. Sin embargo, sentí que iba lo suficientemente abrigada y, además, dispuesta a ver todo con buena cara.
Mi calvario empezó, en realidad, como empieza todos los días, tras subir los escalones del microbús que debía transportarme.
Buenos días, dijo mi esposo con una sonrisa abierta al chofer, vamos a la calle de tal, esquina con tal, y depositó en su mano el monto del pasaje.
“Falta un peso“, dijo el conductor en un tono despectivo y mandón, “¿que no sabe leer?, ya subió la tarifa”, agregó.
Pacientemente, mi esposo introdujo la mano a la bolsa y entregó el dinero, y como a mí aún me restaba mucho optimismo, fingí no darme cuenta de la actitud grosera con la que habló el chofer, e incluso decidí ignorar el tonillo monótono y sin sentido (perdón, pero a eso no le puedo llamar música) con que el conductor había decidido taladrar los oídos de los pasajeros a todo volumen.
El microbús iba lleno, así que mi esposo y yo recorrimos una buena parte del trayecto de pie, en medio de oficinistas con maleta y señoras con bolsas gigantescas que abreviaban más el espacio. No hay problema, me dije, todo es cosa de armarse de un poco de paciencia.
¡Pero más pronto cae un hablador que un cojo!, como dice el dicho. Al poco tiempo empecé a perder la paciencia cuando me di cuenta de que en cada parada había pasajeros que, como buenos mexicanotes, querían pasar primero que los demás, así que decididos a no hacer la fila que se debe hacer a la entrada del microbús, preferían subirse por la puerta trasera. Ello no habría tenido por qué molestarme si no fuera porque todos solicitaban que se le enviara al conductor el monto del pasaje de mano en mano.
¿Resultado? Mientras uno fuera parado en aquel microbús, tenía que pasarla en un absurdo jueguito de va el dinero para allá, viene el cambio de regreso.
En algún punto se subió una señora que no paraba de tocarse una desagradable cinta que traía sujeta el cabello. Pero eso era lo de menos, bastaba con no mirarla. Lo verdaderamente desesperante es que la mujer aquella insistía en querer llamar la atención. Le decía al chofer que iba retrasada, le preguntaba a los de alrededor cuántas paradas faltaban para llegar a la suya e incluso se atrevió a interrumpir al joven que venía al lado de ella, inmerso en la lectura de un libro, para preguntarle la hora como una forma de hacer plática. Fue ahí que perdí la calma porque a mí, que me encanta la lectura, eso me parece una verdadera grosería.
Pero el colmo llegó cuando la señora estaba a punto de bajarse y decidió reclamarle al conductor porque, según ella, por su culpa iba a llegar tarde a su verdadero destino. Digo el colmo, porque en medio del regaño, se atrevió a dirigir su mirada hacia nosotros, los demás pasajeros, que ni la debíamos ni la temíamos.
Mi marido dijo entonces una frase sensacional, “perdónenos, señora, por no habernos levantado más temprano”. Claro que como él también tiene el chip de los buenos modales, lo dijo bajito, así que la señora nunca lo escuchó y sin más se bajó del transporte, creyendo que estaba en lo correcto.
Por si lo anterior fuera poco, una mujer joven, cómodamente sentada en uno de los asientos al final del microbús, creyó que los que íbamos de pie no habíamos tenido suficiente diversión, así que cuando se subió un vendedor ambulante a ofrecer chocolates, decidió, ¿por qué no? pedir uno. Para cumplirle el capricho, todos tuvimos que pasar de mano en mano el dinero y después el chocolate con el cambio de regreso desde el principio hasta el final del transporte aquel.
Cuando por fin pude sentarme, resulta que el señor que me tocó a un lado iba muy cómodo con las piernas bien abiertas, supongo que porque no quería llegar entumecido a su destino. De nada valieron los empujones leves que le dí con las pantorrillas a la espera de que entendiera que estaba ocupando un lugar y medio. El siguió tan plácido como si no tuviera a nadie a un lado, y el tiempo que viajé sentada tuve que ir, como mexicanísimamente decimos, “como Horacio, con una nalga en el espacio”.
Aparte tuve que soportar a un pequeño sentado detrás de mí que se obsesionó con mi cabello y me iba dando tironcitos de vez en vez, por aquello de no aburrirse. Su mamá, que lo tenía sentado en las piernas, no abrió la boca en todo el trayecto. ¡Y mis papás que se preocupaban tanto por los buenos modales!
En vista de los hechos, hubo un punto en que mi mente decidió evadirse y viajar a una zona más placentera y me imaginé a mi misma respondiendo a todas las linduras que acababa de soportar: aventándole el dinero en la cara a los que se subían por la puerta trasera del microbús, dándole un par de bofetones a la mujer que quería llamar la atención para que le bajara a la histeria, exigiéndole al sujeto que me tenía con una nalga en el espacio que se sentara como debe ser o se largara y poniendo en su lugar a la madre indiferente que había decidido dejar que su hijo usara mi pelo como sonaja.
Ahhhh, qué placer sentí al imaginar mi mundo sin buenos modales.
Lástima, pues, que el chip está arraigado en el cerebro y no se puede lanzar por la ventana.
Mañana será otro día…

miércoles, julio 02, 2008

El desencuentro

Para usted, mi querido amigo Fantasma, cuya pluma, muy admirada por mí, influyó mucho a la hora de escribir este texto.

El llegó y se sentó en el rincón de siempre, la mirada recia, el cuerpo tenso y aquel malhumor que le recorría la piel acaso desde que nació. Observaba con atención desde sus ojos verdes, tan en contraste con su pelo negro y lustroso. La misma rutina de todos los días, los mismos movimientos, nada cambiaba en aquel lugar, carajo, ni siquiera él, que siempre se sentaba en el mismo rincón como si un imán invisible lo obligase.
Probó con cambiar de lugar, tan sólo por no ver todo desde el mismo ángulo, pero cometió el error de elegir otro rincón y las cosas desde ahí no ofrecían una perspectiva muy distinta, así que regresó a su sitio original y se acomodó, como cada día, a perderse en el vacío y a cabecear cuando los ojos se cansaran de mirar el entorno.
De pronto, apareció ella.
Para los poco conocedores, hubiera sido una aparición bellísima, casi divina, aquella figura blanca, aquellos ojos verdes, aquel aire delicado, aquellos piecitos que parecían flotar sobre el piso, con movimientos suaves y acompasados. Pero él la había visto tantas veces que si bien dejó fluir el movimiento instintivo de dirigir su mirada hacia ella, no permitió que la sorpresa se imprimiera en su rostro.
Aun así, ella se dirigió hacia él y tímidamente se sentó a su lado, cerca, muy cerca, pero no tanto que incomodase. El refunfuñó casi imperceptiblemente y sin embargo, reacomodó el cuerpo para dejarle espacio a aquel, cuya suavidad se adivinaba a lo lejos.
Ella lo sintió lejano. En realidad no era sorpresa, siempre estaba lejano, y como cada día, ella sentía que esa lejanía era el ejemplo más claro de que necesitaba amor. Su amor. Tal vez temía pedirlo, tal vez no estaba acostumbrado a recibirlo, pero ella estaba segura que podría mostrarle el camino, enseñarle a ser tierno, a morir por otro. Estaba decidida a hacer que dejara de lado esa actitud mezquina con la que pretendía fingir que disfrutaba su soledad.
El cuerpo de ella se acercó un poco más al de él, lo rozó con suavidad, y él pudo sentir su calidez, el aliento tibio que le acariciaba el oído, las voluptuosidades que habían empezado a surgir como por arte de magia en aquel cuerpo de hembra que él acababa de ver caminar esbelto y elegante.
Ella creyó percibir aceptación en aquellos movimientos inquietos con los que él pretendía hacerle saber que se sentía muy incómodo. La eterna incomprensión del lenguaje entre los sexos estaba ahí, más presente que nunca.
Ella se incorporó, caminó frente a él con movimientos sugerentes: un quiebre por aquí, otro por allá, un roce, una mirada llena de deseo.
El la vio acercarse nuevamente, sentarse más cerca aún, tratar de dibujar su cuerpo al lado del suyo. Fastidiado, extendió el brazo y la sujetó, le lamió torpemente los oídos, el cuello, la boca, con la esperanza de que aquella limosna de cariño detuviera su embate. Ella, en cambio, interpretó su actitud como una invitación a seguir, a encontrar, por fin, el ansiado acercamiento e intensificó los escarceos.
De pronto, él no pudo más. Se incorporó de golpe deseoso de darle a ella un mensaje que fuera claro y contundente: no me interesas. Ella sintió rabia, náuseas, al comprobar que, una vez más, había hecho el ridículo.
Entonces, ella se paró también, y con toda la dignidad que le restaba le asestó una bofetada en el rostro que él aceptó, como cada día, con resignación. Aunque, como cada día también, el dolor que le habían provocado las uñas de ella, deliberadamente sacadas para herirlo, lo obligó a emitir un maullido lastimero.
Ella le maulló también, con un gesto de reproche, pero al ver su rostro indiferente comprendió que no había nada que hacer con un gato así y se sentó de nuevo.
El se recostó en su rincón, con la esperanza de que esta vez ella entendiera que desde que fue esterilizado, muchos años atrás, sus únicos placeres en la vida eran comer y dormir.
Ella, resignada por esta vez, se recostó como siempre junto a él, se acurrucó y durmieron en un amoroso y felino abrazo.


Los verdaderos protagonistas de esta historia, pero esta vez con nombres, Benito y Lola: