Cuando llegó al espejo, pasaban las dos de la madrugada.
Se sentía cansada, con esos cansancios que duelen, que provocan escalofríos, que obligan al cuerpo suplicar descanso a gritos.
El espejo le devolvió el reflejo de un rostro con signos de agotamiento.
No cabía duda, el cabello ya no era el de antes, se dijo. Ahora lucía opaco, mal peinado y cada vez con más canas. Apenas había tiempo para pasarle un cepillo, ¡qué épocas aquellas en que podía dedicarle dos horas diarias a su cuidado!
El rostro revelaba años de desvelos y preocupaciones. Las ojeras y arrugas eran la huella del inexorable paso del tiempo.
Las manos por su parte, ya no lucían aquellas impactantes uñas largas y en color escarlata de la adolescencia que habían sido su orgullo. Ahora estaban resecas de tanto vivir en el agua, con la huella de las quemaduras por las batallas en la cocina y los rastros del resistol que habían quedado al hacer la tarea por la tarde.
Lentamente, comenzó el proceso de desvestirse para quitarse la ropa de día y vestirse con la de dormir. El cuerpo a esas horas de la noche respondía con una parsimonia desesperante, pero ya estaba acostumbrada. Se miró el torso. Los senos ya no veían hacia el frente como antes después de amantar a los hijos, y el vientre, que en algún momento de la vida había lucido una fortaleza envidiable, ahora era flácido y estriado.
“No”, se dijo a sí misma, “ya no eres la de antes”.
¿Y había valido la pena?
¿Había valido la pena renunciar al cuerpo juvenil de antaño por traer vida al mundo? ¿Había valido la pena sacrificar horas de sueño cosiendo y planchando la ropa del día siguiente, cocinando, despertando alterada en medio de la madrugada para aliviar una tos o una pesadilla? ¿Había valido la pena el esfuerzo a veces sobrehumano de darse tiempo para todo lo habido y por haber? ¿Había valido la pena aprender cosas inimaginables en la adolescencia como aprenderse de memoria una película para niños, correr en medio de un parque cuando el cuerpo reclamaba descanso, hacer manualidades cuando nunca se había servido para ello?
Cuando por fin terminó el proceso de ponerse la pijama y, como de costumbre, recorrió la casa una vez más para verificar que todo estuviera en orden, se fue hacia la cama con paso agotado dispuesta a caer rendida, como siempre.
De pronto, unos pasos distrajeron su atención.
“¿Qué haces despierto a estas horas, amor mío?”, preguntó con una lucidez que le llegó como un rayo milagroso. Solía pasarle cada vez que esa vocecita la llamaba, sin importar la hora o el momento que fuera.
“Nada, mamita, me desperté, y vine a darte un beso y a decirte que eres la más bonita y más buena del mundo”.
Las palabras del pequeño surgieron el efecto de siempre. Se convirtieron en un bálsamo que le alivió las heridas, el cansancio, y la transformó en una mujer nueva.
Miró fijamente al hijo, tan perfecto y hermoso, le regaló una sonrisa y un beso y lo mandó a dormir.
Después de esto, todo valía la pena.
Hoy, es 10 de mayo. En México se celebra el Día de las Madres. Para mí, cada día desde que di a luz ha sido una bendición que mis hijos se encargan de recordarme con cada uno de sus actos.
Sin embargo, más allá de eso, quise escribir este breve relato para felicitar a mi mamita, a mi suegra y a las mamás bloggers que he tenido la fortuna de conocer y que me han demostrado que, de verdad, el amor de una madre es infinito: Pali, J-Oda y Cápsula del Tiempo, un abrazo cariñoso.
Especialmente, quiero dedicarle este relato a Perita, mi cuñada, porque este es su primer 10 de mayo. El bebé aún está en camino, pero sé que será la mamá más buena del mundo y siempre encontrará razones para decirse a sí misma que todo vale la pena. Un abrazo, querida.