domingo, febrero 21, 2010

Reflexiones desde el estómago... moreno

No, nunca me he sentido mal por el color de piel con el que me tocó llegar al mundo. Me gusta su tono oscuro tanto como me gusta la estructura de mi cuerpo: torso delgado, de huesos protuberantes, piernas torneadas y redondeces, en fin, que se parecen mucho a las de las mujeres de raza negra.
Aunque el color de piel no es tan intenso como para considerarme mulata, mi padre y mi abuela me decían desde niña “La Negrita” y lo hacían con tal cariño que siempre pensé que ese apodo aludía a una de mis virtudes y jamás a un defecto.
Por lo tanto, desde mis primeros años aprendí a andar por la vida con paso firme, sin sentirme menos ni renegar por mi piel o mis rasgos.
Sin embargo,no tardé mucho en entender que vivimos en un sistema donde mucha gente piensa que ser moreno es una enfermedad congénita.
Crecí abrigada por una familia donde había gente de todos los colores, en un país donde hay gente de todos los colores (aunque mayoritariamente morenos) y sin embargo, los comentarios denigrantes hacia los no blancos me han perseguido a lo largo de mi vida.
Cuando era niña, había un familiar (de cabello rojizo y piel blanca) que me decía “güera color de llanta”, en medio de una risita burlona. No me fue difícil descubrir de inmediato el infinito desprecio que se ocultaba en sus palabras. Yo era pequeña, sí, pero no tonta.
De adolescente, mi primer novio (que por cierto era moreno claro) fue cuestionado por un alma caritativa: “¿Pero por qué andas con esa india?”
Yo seguí mi vida. No permití que este tipo de frases despectivas minaran mi personalidad y luché por convertirme en una profesionista destacada y en una mujer inteligente, segura y con una personalidad atractiva.
Sin embargo, más adelante, en uno de los primeros periódicos en los que trabajé, me tocó ser testigo de un caso lamentable. Una editora había tomado un set de fotos a una niña morena para ilustrar la portada de la sección infantil del diario, pero su diseñador (rubio de ojos claros) se opuso rotundamente a trabajar con esas placas con el argumento de que la niña era “fea”.
La editora no entendió en qué radicaba la fealdad de la pequeña (porque se trataba de una niña de grandes ojos brillantes, nariz pequeña y una hermosa sonrisa) hasta que el diseñador le propuso tomar un nuevo set de fotos, pero esta vez con una niña blanca.
El diseñador le explicó a la editora que, según las normas del periódico, no debían salir personas feas en la portada… y feas era igual a morenas. Así de sencillo.
Al final, la editora habló con las autoridades del periódico y logró que se publicaran las fotos de la niña morena; pero los que trabajábamos ahí sabíamos que era una excepción a una regla no escrita pero conocida y respetada por todos: después de aquel incidente nunca más deberíamos contemplar la posibilidad de que morenos aparecieran en las páginas, a menos que fuera en fotos de las notas rojas, como delincuentes.
Para cuando este problema ocurrió, mi color de piel ya me había hecho experimentar algunos encontronazos más con el mundo.
Me enamoré de un hombre rubio y logré que él se enamorara de mí. Aunque pudiera parecerlo, no tenía intención de retar a nadie con este hecho. Simplemente, en mi visión el que fuéramos de colores distintos carecía de importancia.
No obstante, casi de inmediato empecé a darme cuenta de cuánto le incomodaba a los demás que mi pareja y yo tuviéramos pieles y cabellos de colores distintos.
Al principio, quise dar poca importancia a las miradas groseras, a los comentarios denigrantes que oía por todos lados, pero el problema fue in crescendo.
Grabado en el video de nuestra boda se escucha un comentario de una mujer que afirma que yo me saqué la lotería al casarme con un hombre así (rubio, se entiende).
Cuando estábamos esperando a nuestro primer hijo, una tía me comentó: “ojalá que el bebé sea güerito, como tu esposo”. Mi respuesta fue contundente: “Tía, si mi hijo fuera verde, lo querría igual, ¡porque es mi hijo!” (Y para decepción de mi tía, mi primer hijo nació moreno; pero para mi orgullo es tan guapo que todo el mundo se concentra más en ello que en color de su piel).
Otra mujer de la familia llegó un día hasta mi casa a comentarme que ella y su pareja (ambos rubios) habían ganado una buena suma actuando en comerciales, pero, sin que yo le pidiera explicaciones de algún tipo, de inmediato hizo hincapié en que “sólo solicitan a gente rubia”, para espantarme cualquier deseo (inexistente en mí, por cierto) de entrar en ese tipo de negocios.
Y qué decir de las veces que me toca asistir con mi marido a fiestas donde la gente es como él y no como yo. No hay frases denigrantes para mí (no llegan a tanto) pero el lenguaje no verbal es muy elocuente; me miran de arriba abajo, me hacen vacío y si se dirigen a mí, siempre es con un aire condescendiente.
Pocas veces me quejo de este tipo de situaciones públicamente. Trato de vivir con ellas. Pero lo cierto es que me provocan un enojo mucho más grande de lo que puedo explicar. Me hacen sentir enferma.
No puedo entender que en una sociedad que se dice civilizada y que ha tenido avances en tantos campos (medicina, tecnología, ciencia en general), aun siga habiendo personas que se sienten más que los demás por su color de piel o por cualquier otra condición.
No basta que a los que sufrimos un trato denigrante de estas personas, se nos diga que los ignoremos, que no hagamos caso… Sólo el que ha vivido en carne propia este tipo de situaciones sabe hasta qué punto un trato semejante mina el alma y lesiona el autoestima.
Tal vez por ello, siempre que puedo doy mi apoyo activo a aquellos grupos que muchos conocen como “minorías”: Homosexuales, negros, discapacitados, indígenas, pobres… gente que ha sentido en carne propia lo que yo: Un tratamiento despectivo por alguna condición que hace que otros lo vean menos digno de respeto.
Y nótese, hasta este momento no he mencionado en este texto, la palabra discriminación que muchos malentienden. Pero si tengo que mencionarla, si tengo que llamarle así que para que los demás me entiendan, lo haré. Hay un problema de discriminación en el mundo,
Y tal vez persigo una utopía, pero sí creo que podemos vivir en un mundo donde todos nos veamos como iguales. Todo es cuestión de educación.
... Es eso o yo me tengo que cambiar a una comunidad de morenos, de gente como yo... que es como la sociedad y mucha gente cercana a mí imagina que debo vivir.