domingo, mayo 03, 2009

Influenza, cuando la tristeza cayó sobre la ciudad




“Lo resaltaba ayer el embajador de España en México, Carmelo Angulo: ‘Me ha impactado el sosiego de la gente. El talante respetuoso, ordenado y cívico de la población’. Un ejemplo para todos. También, cómo no, para sus gobernantes”.
Diario El País

La ciudad está triste. Acostumbrada a que la recorran miles, millones de pies cada día, al sonido de los cláxones y las sirenas, y al barullo nervioso de una multitud de voces, no acaba de habituarse al silencio de estos días.
¿Influenza? Ella no entiende bien a bien qué es eso. Lo que sabe es que su sol brilla en todo lo alto, el aire está inusualmente limpio, y no hay gente en la calle.
El rumor alegre de los niños que se había vuelto habitual en esta primavera, ha desaparecido. No se escucha por la mañana, pues las clases se han suspendido, y tampoco por las tardes (cuando los pequeños se congregaban a jugar en los distintos parques) porque los padres los tienen recluidos en sus casas. El silencio se torna doloroso ante su ausencia.
Parece increíble. Apenas hace dos semanas, los habitantes de la Ciudad de México nos quejábamos, como lo hacemos siempre, de la prisa, del ruido, de la contaminación, de las extenuantes horas de trabajo que muchas veces nos impiden una mejor convivencia con nuestros amigos, vecinos y familiares.
Hoy extrañamos todo aquello, como si hubiéramos perdido un tesoro muy preciado.
Hemos empezado a añorar las cosas más extrañas. Por ejemplo, un viaje en el usualmente caótico Metro de la Ciudad de México, pero sin cubrebocas, sin mirar a los ojos del de al lado con el temor de que sea el posible portador de la influenza, sin tener que salir corriendo de ahí a vaciarnos un frasco entero de gel antibacterial para prevenir posibles contagios.
También extrañamos una ida al supermercado cotidiana. De aquellas que nos permiten comprar con calma, sin prisas, sin pánicos. Un paseo en el que sepamos que podemos encontrar todos los productos que buscamos y no como ahora, que nos tenemos que topar con anaqueles vacíos de cloro, jabón, alcohol, y todo aquello que sirve para luchar contra el contagio del virus.
Estoy segura que para cualquiera de nosotros sería un placer de dioses poder salir a comer a un restaurante, ir de compras a las tiendas, y no ver todo como ahora: vacío, triste.
Los chilangos queremos dormir con sueño y comer con hambre, después de horas de actividad constante, porque en estos momentos no podemos gastar la energía suficiente a lo largo del día y hemos empezado a batallar con el insomnio y la inapetencia.
Deseamos con el alma despertar sin miedo, estornudar, toser o sentir un dolor de músculo sin pensar que en unos minutos más tendremos que correr al hospital para salvar nuestras vidas.
Pero por sobre todas las cosas, deseamos el rumor alegre de nuestra ciudad.
Yo incluso extraño cosas que antes me molestaban sobremanera: los vendedores de puerta en puerta, los cláxones sonando histéricos en la avenida en la que vivo, la prisa constante de la gente, las calles repletas de peatones y automovilistas.
Queremos a nuestra ciudad de vuelta; tan caótica y adorable como ha sido siempre.
¿Alguna vez la recuperaremos?

sábado, mayo 02, 2009

Influenza, la venganza contra los chilangos


Chilangos: Dícese de quienes nacieron o radican en la Ciudad de México. La connotación de esta palabra suele tener un tono peyorativo cuando es utilizada por los mexicanos que no viven en la capital del país.


Los chilangos somos la raza maldita. Se nos odia y se nos desprecia en todo México. Dicen que somos sabelotodo, soberbios, prepotentes, sucios, egoístas y se nos acusa de despreciar a todo aquel mexicano que no es uno de nosotros.
La idea generalizada es que los chilangos sentimos que tenemos poder divino y facultad de maltratar a los demás, tan sólo por vivir en la capital, donde se concentran los poderes de gobierno de la República mexicana.
A quienes piensan así no les falta razón, hay que decirlo. Los chilangos viajamos constantemente por todo México y muchos de nosotros, al salir de nuestro territorio, acostumbramos mostrar lo peor de nosotros mismos.
Presumimos de tener mejor educación y cultura que los demás mexicanos, y sin embargo, somos groseros, hacemos menos a los demás y exigimos tratos especiales, como si mereciéramos tenerlos.
Por eso, aquellos que, como yo, procuramos tratar con respeto a todos los mexicanos, sin importar de dónde vengan, preferimos guardar silencio cuando notamos el odio justificado contra nosotros, los chilangos. No es cómodo ser los justos que pagamos por los pecadores, pero de alguna manera entendemos lo que se dice de los habitantes de nuestra ciudad, sobre todo cuando (como yo) hemos sido testigos del comportamiento deplorable de otros nativos de la capital mexicana.
Apena, eso sí, que como sucede en todas las generalizaciones, en la del odio hacia los chilangos no se reconozcan las virtudes de la gente de la Ciudad de México.
Porque hay que decir también que entre los habitantes de la capital mexicana jamás se acuñaría una frase como la que se creó en Jalisco: “Haz patria, mata un chilango”.
A nosotros se nos puede criticar por todo, pero jamás por alimentar de esa forma el odio racial.
De hecho, la Ciudad de México es una amalgama de gente de todos los estados de la República. En suelo chilango se recibe a todos los nuevos habitantes con respeto y no se mide a nadie por el lugar del que provenga.
Además, los chilangos siempre tenemos una gran capacidad de organización y respuesta cuando sabemos que los hermanos de otros estados de la República fueron víctimas de alguna desgracia.
Para nadie es secreto que ante las inundaciones, explosiones y otros desastres que han ocurrido en México, los chilangos respondemos siempre enviando ropa, medicinas y víveres y, de ser posible, acudiendo personalmente al lugar del desastre con el fin de ayudar.
Por eso duele que ahora que el virus de la influenza humana (antes porcina) decidió hacer su aparición en la Ciudad de México (antes que en ningún punto del planeta), haya quien vea la situación como el justo castigo contra los soberbios y prepotentes chilangos.
Ya lo dijo un influyente periodista mexicano (chilango, por cierto) en su columna del domingo pasado: “Ahora sí, nos pusieron un espejo. Nosotros que nos sentimos superiores al resto del país, sofisticados, maduros, sabelotodo, educados como nadie y depositarios por mandato de quién sabe quién para prender el faro que debe seguir la nación, estamos sumidos en la sensación de vulnerabilidad, inermes, asustados, apanicados por un maldito puerco que generó la influenza que ¡nos está matando a todos! ¿Un puerco? Sí, un puerco”.
Por supuesto, voces irresponsables como ésta funcionan como combustible para avivar los odios raciales que ya habían germinado hace tiempo entre los mexicanos. Muestra de ello es lo que sucedió ayer (jueves 30 de abril) en el puerto de Acapulco: nativos del lugar decidieron recibir a pedradas a los automovilistas que venían en coches con placas de la Ciudad de México. ¿El pretexto? Que estaban cuidado a su ciudad del contagio por el virus de la influenza humana. ¿La realidad que todos sabemos pero callamos? Se están aprovechando del momento para tomar venganza contra los chilangos.
Y no podemos estar así. No es civilizada esta actitud, vaya.
Pero menos aún se justifica que se diga que esta epidemia de influenza humana es el justo castigo contra los chilangos por nuestras ideas políticas.
Dice el citado periodista mexicano: “Esta ciudad-capital, orgullosamente beligerante, que arrasó con el gobierno de Miguel de la Madrid en 1985 cuando por 72 horas se encargó la sociedad de las tareas de rescate de las víctimas del terremoto y que tres años después le cobró la factura rompiendo el monopolio del PRI en las elecciones federales y 12 más adelante le entregó al PRD la conducción de su vida política, regresó como ratita asustada al cobijo del gobierno federal. Y panista para colmo.
“El gobierno de Felipe Calderón, odiado por millones de capitalinos, entró a su rescate (…) ¿En qué quedó el rechazo al gobierno espurio?”

¿De verdad piensan aprovechar la emergencia sanitaria para echarnos en cara haber acusado de fraude electoral a Felipe Calderón?
¿De verdad pretenden que creamos que el gobierno de este señor ha sido heroico, por avisar que había un brote de influenza meses después de que se conocieron los primeros casos?
¿De verdad pretenden que dejemos de llamarle espurio a quien se ostenta como presidente de México?
No, señores, no. Yo como chilanga (escéptica y de izquierda) me niego a aceptar que se tomen estas posturas.
El virus de la influenza humana no es un castigo divino para nadie. Es un evento, algo que ocurre sin que los seres humanos lo esperemos y pudo haber hecho su arribo en cualquier parte del mundo. Le tocó a la Ciudad de México, eso es todo.
Aquí no hay héroes ni villanos. Hay una situación de emergencia en la que se requiere actuar, pero en la que no debemos permitir que se obtengan botines políticos o sociales.
Como nativa de la Ciudad de México espero que en todos quepa la cordura. Si no, habrá que buscarla.