miércoles, julio 02, 2008

El desencuentro

Para usted, mi querido amigo Fantasma, cuya pluma, muy admirada por mí, influyó mucho a la hora de escribir este texto.

El llegó y se sentó en el rincón de siempre, la mirada recia, el cuerpo tenso y aquel malhumor que le recorría la piel acaso desde que nació. Observaba con atención desde sus ojos verdes, tan en contraste con su pelo negro y lustroso. La misma rutina de todos los días, los mismos movimientos, nada cambiaba en aquel lugar, carajo, ni siquiera él, que siempre se sentaba en el mismo rincón como si un imán invisible lo obligase.
Probó con cambiar de lugar, tan sólo por no ver todo desde el mismo ángulo, pero cometió el error de elegir otro rincón y las cosas desde ahí no ofrecían una perspectiva muy distinta, así que regresó a su sitio original y se acomodó, como cada día, a perderse en el vacío y a cabecear cuando los ojos se cansaran de mirar el entorno.
De pronto, apareció ella.
Para los poco conocedores, hubiera sido una aparición bellísima, casi divina, aquella figura blanca, aquellos ojos verdes, aquel aire delicado, aquellos piecitos que parecían flotar sobre el piso, con movimientos suaves y acompasados. Pero él la había visto tantas veces que si bien dejó fluir el movimiento instintivo de dirigir su mirada hacia ella, no permitió que la sorpresa se imprimiera en su rostro.
Aun así, ella se dirigió hacia él y tímidamente se sentó a su lado, cerca, muy cerca, pero no tanto que incomodase. El refunfuñó casi imperceptiblemente y sin embargo, reacomodó el cuerpo para dejarle espacio a aquel, cuya suavidad se adivinaba a lo lejos.
Ella lo sintió lejano. En realidad no era sorpresa, siempre estaba lejano, y como cada día, ella sentía que esa lejanía era el ejemplo más claro de que necesitaba amor. Su amor. Tal vez temía pedirlo, tal vez no estaba acostumbrado a recibirlo, pero ella estaba segura que podría mostrarle el camino, enseñarle a ser tierno, a morir por otro. Estaba decidida a hacer que dejara de lado esa actitud mezquina con la que pretendía fingir que disfrutaba su soledad.
El cuerpo de ella se acercó un poco más al de él, lo rozó con suavidad, y él pudo sentir su calidez, el aliento tibio que le acariciaba el oído, las voluptuosidades que habían empezado a surgir como por arte de magia en aquel cuerpo de hembra que él acababa de ver caminar esbelto y elegante.
Ella creyó percibir aceptación en aquellos movimientos inquietos con los que él pretendía hacerle saber que se sentía muy incómodo. La eterna incomprensión del lenguaje entre los sexos estaba ahí, más presente que nunca.
Ella se incorporó, caminó frente a él con movimientos sugerentes: un quiebre por aquí, otro por allá, un roce, una mirada llena de deseo.
El la vio acercarse nuevamente, sentarse más cerca aún, tratar de dibujar su cuerpo al lado del suyo. Fastidiado, extendió el brazo y la sujetó, le lamió torpemente los oídos, el cuello, la boca, con la esperanza de que aquella limosna de cariño detuviera su embate. Ella, en cambio, interpretó su actitud como una invitación a seguir, a encontrar, por fin, el ansiado acercamiento e intensificó los escarceos.
De pronto, él no pudo más. Se incorporó de golpe deseoso de darle a ella un mensaje que fuera claro y contundente: no me interesas. Ella sintió rabia, náuseas, al comprobar que, una vez más, había hecho el ridículo.
Entonces, ella se paró también, y con toda la dignidad que le restaba le asestó una bofetada en el rostro que él aceptó, como cada día, con resignación. Aunque, como cada día también, el dolor que le habían provocado las uñas de ella, deliberadamente sacadas para herirlo, lo obligó a emitir un maullido lastimero.
Ella le maulló también, con un gesto de reproche, pero al ver su rostro indiferente comprendió que no había nada que hacer con un gato así y se sentó de nuevo.
El se recostó en su rincón, con la esperanza de que esta vez ella entendiera que desde que fue esterilizado, muchos años atrás, sus únicos placeres en la vida eran comer y dormir.
Ella, resignada por esta vez, se recostó como siempre junto a él, se acurrucó y durmieron en un amoroso y felino abrazo.


Los verdaderos protagonistas de esta historia, pero esta vez con nombres, Benito y Lola:



2 comentarios:

el fantasma de la libertad dijo...

Tay,

bueno, venía esperando que otro comentara primero para no quedar como el psicofante más burdo de la historia, pero dada la pereza generalizada, tendré que darle paso a las palabras nomás.

El relato es bello y triste a la vez, cómo cualquiera podría decirle, pero en mi caso, me pica un poco más que a la mayoría ya que siempre me molestó (y he sido cómplice al menos por omisión de esto también alguna vez) que por ser "dueños" de una mascota pudiéramos decidir de semejante forma sobre su vida y sobre su sexualidad, es decir, otra vez, sobre su vida.

Amparados en lo que nos resulta más cómodo tomamos a una mascota en nuestras manos y le practicamos operaciones, castraciones, eutanasias. Y el pobre bicho sin voz ni voto. Sabe, nunca me molestó la eutanasia en una persona, porque al menos se supone que la persona puede ejercer una voluntad al respecto (en el momento, o en el pasado, por opinión), pero el bicho apenas si tiene el instinto de preservación y de vida.

Y ahí vamos nosotros con tijeras y bisturí. Que raza lamentable hemos resultado, mientras nos sentamos en nuestro cómodo sillón y cambiamos de canal para ver la novela...

Le mando un abrazo grande!

Taito dijo...

Amigo Fantasma: Tiene usted razón, percibí que estaba esperando a no ser el primero en comentar por la dedicatoria, pero también percibí que esta vez me abandonaron con este texto los poquitos lectores recurrentes de este espacio. Sea pues, a veces uno cree que escribe algo muy inspirado y resulta que nomás no la pega, supongo que si le pasa a los grandes porque no habría de pasarle a este intento de escritora. En cuanto a la opinión, fíjese que sí... esto que quise relatar a manera de un cuento de desamor, en realidad es algo que sucede entre Benito y Lola, digamos que sólo lo retraté. Porque ha de saber que Lola no está esterilizada y Benito sí, y es triste, aunque debo decirle que no había comprendido cuanto hasta que leí su visión de las cosas. En fin, haya gustado o no este texto, me alegra que usted esté aquí, le agradezco mucho su comentario y me alegra habérselo dedicado porque, al fin y al cabo, lo merecía por la admiración que ha crecido en las últimas semanas de mí hacia usted. Un abrazo grande.