sábado, noviembre 04, 2006

Mesera por un día

Hace un par de días decidí que en vista de que por ahora hay poco trabajo en el periodismo, tenía que poner manos a la obra en cualquier otra actividad si no quería quedarme en la más infinta miseria (aún corro el riesgo).
En fin, el caso es que siempre había soñado con ser mesera, tal vez un poco inspirada por el personal que me tocó conocer en la Peña de Gabriel del Río, el café que tuvo mi papá por cerca de 15 años, o quizá simplemente porque me gusta servir a los demás.
Muy ufana, me dirigí al primer restaurante que ofrecía trabajo (omito el nombre porque la experiencia fue penosa).
Una vez ahí, me informaron que tenía que pasar por un entrenamiento, por lo que entraría como garrotera. Todo iba bien, porque a pesar de que me daba tristeza tener que pasar por una experiencia que nada tiene que ver con mi carrera, decidí imprimirle todo mi entusiasmo al trabajo y hacerlo como una verdadera profesional. Y lo hice, de verdad.
Además, me repetía a mi misma que se trataba de un restaurante muy mono, que si bien vendía tacos, era muy limpio y tan "popis" que incluso había tenido una sucursal en San Jerónimo.
El problema es que tengo ética y eso acabó en un día con mis deseos de dedicarme a la meserada.
Me explicaron, por ejemplo, que en cada mesa había que poner un tortillero lleno, y una vez que los clientes se iban, me ordenaban que recogiera todo y que colocara las tortillas sobrantes en una canasta, para después utilizarlas en el servicio de las personas que llegaran.
Lo mismo pasaba con los limones, a cada mesa se le ponía un platito con mitades de esta fruta y una vez que los comensales se retiraban, los limones exprimidos iban a la basura y los demás a un traste donde se reciclaban.
Ustedes perdonarán, pero pasé cerca de ocho horas imaginando cómo los bichos invisibles de las manos de un cliente iban a parar a la panza del otro y del otro y del otro, sin que ellos lo imaginaran siquiera, seguros de que estaban comiendo en un lugar limpio.
Aparte, la charola de los postres, que ostentaba deliciosos pastelillos para ser ofrecidos a los comensales, estuvo a mi lado durante mi único día como mesera, a la intemperie y sin ninguna protección, con moscas visitándola de vez en vez.
Incluso, me tocó atender a una mesera que estaba de descanso y había decidido comer con su familia en el restaurante, y me pidió que le consiguiera una rebanada de pastel salida del refrigerador.
- Es que yo trabajo aquí y sé en qué condiciones están los pasteles de la charola- me dijo sin el menor asomo de pena.
Total que decidí que no sólo no quería trabajar ahí, sino que nunca volvería a comer en un lugar como esos, por más ricos que estuvieran los de pastor. La verdad, prefiero los del metro Hidalgo porque no engañan: Cinco pesos por tres tacos, el caldo y además, gratis, una tifoidea fulminante.

3 comentarios:

Gaby del Río dijo...

La experiencia es terrible, pero creo que nos dejó un aprendizaje a tooooodos!!!
Un beso
Saludos!
:)

Grimalkin el Bardo dijo...

Y sin embargo, algo bueno se sacó de todo ello. La experiencia se convirtió en un entretenido relato costumbrista pringado de surrealismo a la mexicana. A eso se le llama sublimar. Eso sólo lo hace un escritor que lo es de nacimiento.

Te dejo un beso, hermana.

Taito dijo...

Mis queridos Gabitos, tienen toda la razón, la experiencia nos dejó un aprendizaje, y hay que verlo así, yo me divertí cual enana, esa es la verdad. Un besote a los dos.